miércoles, 28 de enero de 2009


DARIA
Por Jesús Garrido



Miraste de reojo a la mujer recién entrada. Debiera llamarse Lisa u Ofelia, pensaste. Tendría veintidós años y un espíritu fuerte pero ingenuo, a juzgar por su mirada decidida y sin embargo interrogante.
¿Por qué debiera llamarse Lisa? Encogiste los hombros, quizás porque te parecía obvio que una chica blanca de ojos claros debiera responder a tal nombre.
¿Por qué Ofelia? La tragedia, sin duda. Aquella mujer llevaba la muerte tocándole el hombro, recogiéndole los cabellos, floreciendo y deslizándose por la liquidez de su espalda.
- Ni Lisa ni Ofelia- escuchaste a Uriel susurrar en tus oídos. Su nombre es Daria, Daria Ledesma, y todavía no sabe lo que busca en este café de mierda.
Uriel sonaba extrañamente verídico, seguro. Pero Uriel siempre ha habitado en algún lugar de tu memoria y sólo se atreve a manifestarse entre sueños, quizás por eso creíste estar en trance o dormido.
- No, no sueñas- corrigió. Daria Ledesma ha entrado para convencerte de que amas mal y demasiado, que has perdido tu tiempo en fantasías barrocas e inútiles fidelidades. Ha venido hasta este café, al que ni tú ni ella suelen acudir nunca, con el propósito irrenunciable de decirte imbécil y darte un beso en la boca. Ha desafiado a la ley de las probabilidades y se ha atenido a la casualidad para jalarte a su cama y enredarte entre sus piernas. Pero todavía no lo sabe, Daria Ledesma, limpia, blanca, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
Sí, ha llegado, tú lo has sabido desde siempre pero te has confundido más de tres veces en los últimos quince años.
-Hace quince, ella tendría siete y yo veintiséis – replicaste. ¿Cómo podría suponerlo, cómo podría no haberme equivocado?
-Porque la miraste a través de otras. Mónica, Marcela, Eunice, ninguna de ellas te amó realmente.
-¿Por qué Daria?
- Porque no viene sola. Carga la tragedia a las espaldas y tú no eres otra cosa que un vividor de la muerte. La muerte es tu alimento, tu madre, tu casa. Un tiempo pensaste ser feliz y sólo estabas ocultándote, porque en la parte más profunda de tu cerebro la has llamado y le has ofrecido flores (yo he estado allí, ¿recuerdas?) y palabras inmensas que perfuman tu cuerpo y los objetos circundantes. ¿A qué huele tu cuarto? Pregunta tu madre ante tu recién recuperada soltería, y tú callas porque no puedes decirle que son los días que te quedan, a quienes esperas dolorido y esperanzado.
Buscaste a Daria por todo el local y la encontraste sola, sentada a la mesa más apartada de la entrada, jugando a adivinar su suerte en el fondo de su taza vacía.
- No te ha visto ni te verá, ha venido a buscarte sin siquiera imaginárselo y tú
no tendrás ánimos para decirle que lo sabes; que su nombre es Daria Ledesma y que hace quince años, ella de siete tú de veintiséis, concertaron una cita en este café, en esta fecha, a esta hora, y que tú no la llevarás a la cama ni ella jugará su vagina entre tus dedos, ni te montará como caballito de feria (sube –baja, una, dos, tres vueltas: agárrate no te vayas a caer) y que tampoco sorberá de ti esa mala suerte que tanto amas y que sin duda también la espera a ella en su casa, una vez que retorne y tome conciencia que, como tú, ha fallado.

viernes, 16 de enero de 2009

Gabriel Fuster, narrador porteño.




Cuando Gabriel Fuster se definió como un mutante de tres piernas, pensé que estaba bromeando como siempre. Hoy, ante las evidencias expuestas en esta foto, pienso que tal vez se trate de un alienígena procedente del planeta Vegeta, capaz de convertirse en Ohzaru cada luna llena. Afortunadamente, al perder la extremidad extra, la amenaza del Ohzaru se desvaneció en el mar del Playón de Hornos. Igualito que la cola de Gokú.

lunes, 12 de enero de 2009

SUICIDIOS EJEMPLARES. Por Gabriel Fuster.



Cuando cumplí los ocho años, recibí mi bautizo de agua lustral.
Anterior a esa edad, mi idea sobre la vida era diferente. Vivía con mi papá y mi mamá y no tenía hermanos, siendo que el animal racional halló la forma de vivir entre los tabúes juiciosamente respetados y la ropa con almidón. Pero ellos decidieron tener otro hijo. Una niña, la pareja ansiada. Y en ese preciso instante se me fincó la responsabilidad de cuidar a la recién nacida. Esto me molestaba por tres razones: a) No era mi hija, b) no sabía pronunciar la palabra responsabilidad, mucho menos escribirla, y c) yo tenía 8 años. A la edad de 8 ocho años se supone que la única actividad permitida por la legislación y la costumbre es jugar. Toda mi capacidad psicológica y motriz estaba diseñada para jugar. Y me gustaba jugar y correr, patear la pelota, chocar los carritos de metal, formar los soldados de plástico, etcétera. Al mismo tiempo, conservaba cierta viveza para la escuela, pero miraba el reloj, el brazo largo persiguiendo al brazo corto, hasta que la campana de recreo sonaba y entonces salía al patio a jugar. Así crecí y avancé en mis grados primarios sustentando esta teoría, en letras rojas: Después de las tablas, tableros. Pero un día, que el dolor de cabeza mortificaba a mi mamá, ella puso a mi cuidado a su hija de 6 años, antes de salir en compra de tabletas.
-Quiero que te pongas a cuidar a tu hermana Mina.
-No quiero.
En realidad no dije eso, pero lo pensé. En su lugar hice mutis, ¿Qué otra cosa podía hacer? A los ocho años, los gritos de los adultos sobre tu cara generalmente te provocan perder el habla y parpadear con intensidad. El problema que cambiaba la respiración del estómago era que a mi hermana Mina no le estaba permitido jugar entre las casas de naipes del vecindario, lo cual implicaba un circuito del mismo tamaño que lo decide la pecera de los carpines dorados, ergo yo no podía salir a jugar con los demás niños. Una alternativa es hacerlo a través de la ventana de tu casa, mientras sea más grande que la pared, pero los niños del barrio piensan que eres presa de una enfermedad. No es igual. Por todo esto, el momento que mi mamá cerró la puerta tras de sí, yo empecé a cavilar la manera de escapar a la disciplina. Así que me transfiguré en iluminado embustero.
-Mina, tú vas a ser grande como yo algún día.
Ella se sentía tan orgullosa cada vez que me escuchaba decirle eso. Mina se queda mirando con obediencia el color de mi lengua, tirando de sus trenzas hasta el desinfle total. Sabía que había atrapado su interés, luego mantuve la presión irremediablemente al piano, para favorecer mi nota más dulce aún.
-Una de las cosas que te hacen ser grande es ser puesto a prueba ¿Qué dices? ¿Tú quieres ser grande?
-Yo quiero ser grande, yo quiero ser grande –repite, aplaudiendo de gusto.
-Bien, te vamos a poner a prueba hoy
Mina asienta con la cabeza, enderezando la columna. Se halla lista para entrar al caldero hirviente, tomándome la mano. La conduzco a la silla mecedora.
-Quiero que te sientes un rato allí y no te muevas.
Mina asiente con la cabeza y trepa a la mecedora igual que el sube y baja.
-Ahora voy a ser invisible por un rato. No me podrás ver, pero yo te estaré cuidando si te mueves del lugar, excepto para ir al baño. Ahora cierra los ojos y no los abras hasta que te toque los hombros.
Mina asiente otra vez y cierra los ojos. Concentrada, se rasca las pecas de una mejilla.
-Estoy seguro que podrás hacerlo. Otra cosa. Si mamá pregunta si te deje sola en algún momento, ¿Qué le dirás?
Mina abre los ojos y me mira fijamente. Abre la boca un par de veces bajo el desgaste de los besos, pero no me da una respuesta.
-Mina, te tardas mucho en contestar.
Mina luce una cara extraviada y lastimada al acercarle todos los focos, al gritarle su penetrante inquisidor. Me preocupa haberme propasado, pero ésta sobrevive el mediodía para conjugar la afirmación digna de aplauso al final.
-Le diré que estuviste aquí todo el tiempo.
Yo sonrío, ella sonríe. La tarde instila mi disfraz, luego salgo a la calle a jugar. Brinco, giro, doy maromas. Todo estaba fríamente calculado como esta dura forma de partir de los trenes en la lluvia. Cinco minutos antes del regreso de mamá en esa hipótesis de compras, ya me encontraba corriendo de regreso a casa.
Mina permanecía sentada en la mecedora.
-Te moviste dos veces –acusé, con el aliento fatigado.
-¿Cómo sabes?
-Te dije que te estaría cuidando aunque no me pudieras ver.
-Bueno, fui al baño dos veces.
-Lo sé, nomás quería ver si me mentías y te crecía la nariz.
-¿Lo hice bien?
-Ni que lo digas. Ya llenas mis zapatos.
Aunque me cueste creerlo, Mamá llega a casa y me golpea con su propia zapatilla. Asustada por las fisuras frías que atraviesan la sala, Mina adquiere mi culpa.
-Soy mentirosa, no fui al baño. Te fui a buscar.
Hago señas que guarde silencio. Mamá vuelve a pellizcarme la oreja.
-¿A qué se refiere tu hermana?
Yo busco comportarme como los suicidas que tienen a la mano su carta póstuma.
-¡Lo confieso, soy culpable! ¡Yo le dije que me hice invisible!
-Bien, veamos que dice tu padre cuando escuche tu explicación sobre óptica y el punto ciego.
-Juro que no dije nada de nuestro juego de las escondidas, hermano.
Para ser honesto, no me importa. Cuanto me roba el sueño es lo que no logro adivinar cómo supo mi mamá que desobedecí y salí a la calle. Llega la urgencia de saber: he aquí un misterio que impone respeto, porque un disparo al aire provoca un alud de nieve.
-Me hice chiquita, del tamaño de un dedal y los estuve cuidando desde un cajón, sin que me pudieran ver.
Trato de imaginar esa posibilidad con el advenimiento de la miniaturización de los dispositivos electrónicos, pero los tubos de vacío son muy jóvenes en un tiempo demasiado viejo. Al día siguiente, fui a pisotear Lilliput. Me volví paranoico. Cuatro décadas posteriores, cada vez que quiero gastármela en una madrecita, finjo leer un contrato. Pero esas son las extrañas cosas que tus padres te inculcan y nunca se olvidan. Pequeñas imágenes como ésta, cuadros que te paran de cabeza: Me hice chiquito, del tamaño de tu conciencia.

miércoles, 7 de enero de 2009

NI PENÉLOPE NI GLAMOUR. Por Jesús Garrido.




Decidió no esperarlo más, saltarse el protocolo de las llamadas mutuas a altas horas de la noche sólo por sentirse dulcemente asediada, como cuando tenía veinte años y el corazón indemne (muchas veces se preguntó que tendría que ver esa “bombita sangrante” con el amor). En consecuencia, tampoco aguardaría hasta el día siguiente para descubrirlo desde la comodidad de la ventana de su cuarto, ávida espectadora, entre la luz del domingo, volteando a un lado y otro antes de cruzar la acera, después de dejar el auto a la vuelta de la casa porque, según él, “nunca hay lugar donde estacionarse en esta insufrible ciudad”.
No, aquello no podía seguir. Decidió que ya era hora. Seguir esperando era demasiado.
Ya había esperado al primer marido para entregar por primera vez su cuerpo, lo mismo que al primer amante para confirmar que nada es para siempre. Luego llegaron otros a accidentarse y dejarse caer sobre la línea discontinua del pavimento, semejando una larga fila de víctimas o victimarios que nunca supieron conducir su alma de mujer inmanejable, sin asomar la cara por la ventanilla y vociferar en contra del tránsito lento de los días, paradójicamente vertiginosos.
Había estado pensando en él toda la tarde, masturbándose en silencio –porque ¿qué dirían los vecinos?- primero limpia, suavemente; ruda después, aferrándose al vibrador como a un crucifijo absolvente, fetiche religioso que ella maniobraba como en un cambio de velocidades.
-Juliana, Juliana- se había escuchado a sí misma susurrante en los oídos, y su nombre había sonado lejano y temido, como si invocarse a sí misma la convirtiera en su propio amante; un ser hermafrodita: ELLA el hombre, la madre y el santo espíritu, bendiciendo urbi et orbi desde su nube artificial de orgasmos instantáneos “marca Acme, por supuesto” ( ¡ay, esa inmadura afición de su primer marido por las malditas caricaturas!).
La extemporánea alusión había roto el encanto y ella se adivinó sola desde hacía muchos hombres.
-Juliana, Juliana-¿Quién persistía en llamarla a través de la distancia y la nomenclatura citadina? -Juliana, Juliana- Definitivamente no esperaría más. Se vistió de prisa, sudada y con el deseo insatisfecho, sin el consabido cuidado en el maquillaje ni en la perfecta y proverbial coordinación de sus ropas. Bajó las escalera, salió a la calle, abrió la portezuela de su auto, encendió el motor; la noche corría precipitada.

- ¿Por qué no esperas otro poco, Juliana Penélope? ¿A quién vuelas a encontrar, Penélope Juliana, al volante de un auto que cada vez más se convierte en un punto rojo en medio de los mapas enrevesados?




ZAPATA, ESQUINA BOULEVARD por Jesús Garrido

El tiempo pasa de largo por entre las gotas sublevadas La ciudad empieza ahí donde la furia toca tierra y el mar parece reclamar po...