jueves, 22 de octubre de 2009

CLARISA. Por Jesús Garrido.





Clarisa me miraba, casi desde la tumba, con sus ojos de gata en celo. La luz del sol, proveniente de la calle, parecía filtrarse no a través de los vidrios de la ventana sino de su cuerpo calado por el frío y la enfermedad.
Yo no podía ni quería mirarla, pero aunque hubiera bajado los párpados, de todos modos habría adivinado su halo resplandeciente, semejante a esas estampas místicas que yo solía robar de niño a tía Lourdes, antes de su partida a un convento en Puebla.
En la familia nunca han faltado curas ni monjas, diáconos ni misioneros. Pero el único mártir, por mí reconocido, es mi padre, envuelto perennemente en problemas de amantes y sucesivas crisis de culpa.
Mis hermanos y yo crecimos en medio de una santa pobreza. Lo único que conocimos en abundancia fue la parentela, amén de rezos y noticias piadosas. A los veinte años salí de casa y de un modo más sencillo del previsto pude ejercer sin intromisiones mi libertad de conciencia.
Hará cosa de cinco años que Clarisa vino a mudarse conmigo y tres o casi cuatro meses de su última entrega amorosa. Ni alta, ni baja, a simple vista no parecía demasiado tonta ni demasiado lista. A mí siempre me gustó su porte desgarbado, sus cabellos oscuros contrastando contra la lividez de su rostro, su frente angosta, los labios casi transparentes a la medida del beso. Cuando se presentaba a sí misma a alguien desconocido, bajaba la voz al pronunciar su nombre, en un acto automático de defensa, impensado, creo que para ella inadvertido. Ese fue el único rasgo de timidez que llegué a conocerle.
No creía en el amor eterno ni en el efímero, no juraba por Dios ni por el infierno. A veces dormía días enteros y a veces trabajaba sin parar toda una semana, haciendo apenas tiempo para el almuerzo y el sexo imprescindibles.
Era escritora o publicista, maestra universitaria o gerente de una casa comercial; una nómada sedentaria, siempre cambiante, siempre dispuesta a mis caricias.
Cuando murió no pude llorarle ni le guardé duelo, es decir, no vestí de negro, no consentí novenario ni misas al primer, segundo y tercer mes de su fallecimiento; no me encerré en mi cuarto ni dejé verme por la calle triste o abatido.
Quizá decepcioné a más de uno. Pero hay cosas dentro de mí de las que prefiero no hablar. El dolor, como Dios, prefiere caminos difíciles y misteriosos.
Su madre no puede perdonarme, dice, la ausencia de lágrimas ni la falta de tacto hacia sus creencias. Yo sé que en el fondo lo que no me perdona es la ausencia de nietos.
Clarisa no tenía hermanos y mientras estuvimos juntos jamás planeamos tener hijos.
Tampoco cerrábamos los ojos al hacer el amor. Ella gritaba fuerte, sí, pero hacia adentro. Yo podía percibir el estallido que aceleraba sus muslos, su tórax, su abdomen; el sueño comprimido que arqueaba su espalada y dilataba sus pupilas.
Y hoy me miraba en un ahora físico e impostergable, con el deseo rondando su palidez de muerta, con el jamás enredado en el siempre, con el cáncer floreciendo entre sus pechos hermosos.
Yo no quería verla, por un pudor cercano a la nostalgia.
Afuera corría la luz que, con el aire y el instinto, se sumergía en el mar, en un alarde de natural autocomplacencia.
Clarisa me miraba con sus ojos de gata en celo. Y yo, ajeno al tiempo, a sus adverbios y conjugaciones, me quité la coraza y anegué su vientre.

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