Sinceramente, ya no sé qué prefiero, si tu forzada y ambigua religiosidad de los primeros años o la mojigata desfachatez del presente.
Cuando recién empezábamos, esperaba ansiosa las vacaciones de semana santa para ir contigo al río, a la playa, a cenar, a bailar, al motel, a donde fuera, con tal de pasármela bien contigo y no aquí encerrada. Pero por principio de cuentas, nunca te faltaba trabajo para llevar a casa y, llegando el viernes, hacías que me vistiera aprisa desde temprano, para que no nos lastimara el sol en demasía en las visita a las siete iglesias. Nunca entendí por qué no hacíamos ese recorrido el jueves, como toda la gente que anda metida en esos borlotes. Pero no, tú esperabas hasta el viernes por la mañana para rematar por la tarde con la procesión del silencio.
Sábado y domingo ponías como pretexto estar retrasado en tus pendientes por el ritual del viernes y, de hecho, no volvía a verte la cara hasta el lunes, después de la oficina.
Sí, aquellos primeros viernes eran un verdadero calvario: mucho caminar –aún no comprabas la camioneta-, poca comida y cero sexo. Sin embargo, llevaba mi cruz con gusto porque tenía la certeza de que me querías.
Con el paso del tiempo, la fe se te fue apagando, pero no en la forma en que yo hubiera querido. Tus aires de intelectual grandeza te han llevado a creerte todo un crítico de cine.
Así, en las últimas vacaciones de semana santa, además del trabajo extra, he tenido que adaptarme al nuevo estilo de los viernes. Bueno, nuevo es un decir, porque igualmente nos levantamos temprano, sólo que en lugar de la peregrinación deshidratante de costumbre, te diriges al video club y regresas con tu soporífero cargamento de épicas religiosas.
De tantos Ben Hurs, Mandamientos y Mantos Sagrados, he acabado por odiar la heroicidad de Charlton Heston, ,el lluvioso acento de Richard Burton –incomprensible en la semidesértica Judea-, así como la longevidad de Jhon Huston. ¡Vaya polilla fílmica! Si por lo menos alguna de esas películas hubiera sido filmada después de mi nacimiento -La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, por ejemplo, pero tú dices que es blasfema-, no sentiría yo su fétida podredumbre.
He tenido que resignarme a verte todo el santo día arrellanado en el sillón frente a la video, romano tras romano, judío tras judío. De nada valen mis palabras, tendientes a provocar lástima: “tengo sed”, “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Este año creí que sería mejor. Por vez primera te convencí de ir a la playa y, desde temprano enfilamos a Mocambo. Sólo que al poco rato de haber llegado me dejé convencer por ti para irnos a meter a un motel.
-Iremos al Miraflores, como en los viejos tiempos- pensé ingenuamente.
Pero, una vez en el cuarto, sacaste de no sé dónde tu estúpido ordenador portátil y comenzaste a teclear desaforado.
-Esto me llevará sólo unos minutos- aseguraste.
Y bien, los minutos se hicieron eternos y yo acabé quedándome dormida sobre la cama de agua. Cuando desperté, tú continuabas frente a tu adorado aparato, embelesado, por enésima vez en tu vida, con el episodio uno de la Guerra de las Galaxias en DvD.
A mi justo furor replicaste que se trataba de un nuevo clásico, que el personaje de Anekin Skywalker era una parodia de la infancia de Jesucristo y que las escenas de la carrera de vainas intergalácticas era lo más cercano a la secuencia de la carrera de cuadrigas de Ben Hur.
¡Un Charlton Heston de ocho años!, pensé.
Como no estabas dispuesto a dejar de ver el final de la película, opté mejor por dejarte en esa habitación con doble cama, mesa de pin pon y jacussi.
Tú maldecías a diestra y siniestra, renegando de lo incomprensivas que somos las pedagogas y que en tu vida ibas a volver a acercarte a una de ellas, que desde que nos conocimos había sido así y que tu esposa tampoco podía dejar a un lado el sermón y el aire melancólico de “me lo sé todo”, propio, según tú, de la carrera.
El lunes, como todos los años, te veré nuevamente, los dos ya calmados, después de la oficina.