lunes, 11 de octubre de 2010

ISABEL LA AGNÓSTICA Por Jesús Garrido



No sé en realidad si la extraño o no. Extrañar privilegia una idea de pérdida, separación o lejanía de algo o de alguien. También puede implicar negación de derechos: el de evocar a ese algo o alguien impunemente o el de pronunciar su nombre, así, tan en corto, tan íntimamente magullado por el coito y los celos.
Tampoco sé si ella me quiso, el amor es una parodia metafísica, enredo ético o psicópata: Santa Teresa u ¡Oh Calcuta!
Entre ella y yo, entre la duda y el equívoco, no había razón debatible, tan sólo la obsesión por el contacto, un continuo ir y venir desde el borde de uno a la oquedad de la otra, como si el alma gozara con saltos triples y mortales hacia la compenetración de los cuerpos, sin promiscuidades abstractas ni dualidades platónicas.
Isabel era un sueño cíclico, supongo que hay fenómenos superiores, inaccesibles al entendimiento, una ventana abierta en las heridas de sus brazos, cortes de navaja sobre su piel morena, pequeños senderos centellantes alardeando la fiereza de los impulsos. Su pelo era negro y largo, ligeramente ondulado hacia las sienes. Sus labios apenas y se abrían lo necesario aún para pronunciar la palabra más larga, el vocablo más dulce o más amargo. A mí me encantaban sus “no” repentinos y el juego de equilibrio de los hoyuelos de sus mejillas al entonar un “sí”, cantado como en una sesión de karaoke.
“De ti, me gusta todo”, intentaba mentirle como táctica de abordaje pero me sorprendía la certeza de no estar mintiendo. “Si acaso hay algo que me cause desconfianza es que te hayas enredado conmigo”. Alegre y malhablada, Isabel solía reírse a carcajadas enormes y respondía con cariñosos doble sentidos, mientras sus manos restregaban suavemente, cual vendas curativas, los antebrazos marcados. Luego contaba los sueños que había tenido las últimas noches y yo asumía mi papel de psicoanalista de café o de cantina, posponiendo a mi paciente el ritual de recostarse sobre el diván para más adelante, cuando sus labios se abrieran al escozor de mi vientre.
A Isabel le gustaba ir de cuando en cuando a ver los barcos entrar a la bahía, el mar parecía calmar alguna suerte de resentimiento hacia tierra firme. Era como un saldar cuentas, un perderse en lo infinito de las aguas como sustitución de lo divino. La contemplación era su máximo placer, ninguna comparación con el sexo, el vino tinto, la música en inglés o la literatura contemporánea; en el fondo, era más epicúrea que hedonista.
Eso no impedía que fuese apasionada con sus gustos y preferencias. Nunca pude hacerla fanática de U2 por encima de Depeche Mode o Dire Strait, con todo y su simpatía política hacia Irlanda y su filiación a Amnistía Internacional. Sí, en cambio, logré interesarla en Salman Rushdie a cambio de darle algún crédito a César Aira. Nunca, por otra parte, logré un comentario suyo que fuese favorable a Tokio blues de Murakami; ¡ay, la rebelde e independiente Midori me la recordaba tanto!
Quisiera decir que fui feliz como un lobezno, con ella, mi loba esteparia, mi ciudad eterna: ¿qué es el AMOR sino palíndroma, lugar común donde incendiar las calles o fingir un imperio? Pero el amor es a veces una duda agresiva, negación del dogma, orgasmo adverso. Entonces le llaman celos.
Isabel era fogosa y solía desconfiar hasta de sí misma. Me llamaba constantemente al celular, llegaba inesperadamente a mi departamento, espiaba mi correo electrónico, el messenger y el face book. Una noche se contempló a sí misma con estigmas, peor aún, como una especie de Santo Tomás restregándose con uñas afiladas sus propios estigmas: asegurándose, explorándose, amedrantándose, manos sin caricias, costado dolorido, pies sujetos en el polvo sin espinas ni clavos, sólo por la inercia del sueño.
Ella era una adicta, yo era el entredicho. Yo era el estribillo único y primario de su cantaleta escéptica. La amé, fui feliz y miserable. Quisiera recordar sólo el galope suave o retorcido de su cuerpo sobre el mío, la tibieza de sus muslos, o la consistencia de sus pezones entre mis dientes.
Supongo que me cansé de ese juego de analogías pélvicas, de sustancia o insustancialidad de la materia, de acusaciones a plazos en su catecismo dubitativo. Supongo que se cansó de mí, de acurrucarse en mi pecho y abofetearme entre sueños.
Por fortuna, mayor violencia no llegó al río, no hubo un corte más sobre su antebrazo.
Tampoco lo hubo, como llegué a temerlo, en alguna parte de mi cuerpo. A Dios gracias.

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