Mateo sube, Mateo baja, Mateo dice, Mateo vuela… sí, vuela y ella le creyó desde atrás de la puerta, antes de corroborar sus cuasi levitaciones, asido únicamente de su aferrado puño represor de mariposas culichulas.
La Ternera se apersonó y la Urraca-Rana, que al vuelo todos adivinan que en ese otro mundo en que dicta conferencias sobre SIDA y promueve el uso de preservativos, le llaman René, hizo las presentaciones. La Ternera extendió su mano manicurada como si fuera una princesa y le acatarró la nariz con la boa de plumas celestes justo antes de decidir con una gran sonrisa que, a partir de ese momento, Rolando, el primo de su gran amiga la Urraca-Rana, sería La Volantina.
La Ternera se sentó en el afiebrado vinil rojo de los muebles de salón de belleza coronados con sus antiguos secadores de pelo, muy juntas las piernas y los pies en punta con los deditos bien prendidos como cerillines de cabeza fucsia, y así nomás, se dejó preguntar: ¿Y quién es Mateo? La Volantina hizo pucheros y se rascó la nariz revelando el meñique más burdo e inhiesto que hubiera visto en los últimos tiempos. La Urraca-Rana, ojos de águila vengadora hincados en el candor de su imprudencia, ¿qué acaso no veía que Rolando era un recién llegado y no entendía de esas incómodas confiancitas jarochas? Que pesada podía llegar a ser la Urraca-Rana con sus delicadezas, como si sólo ella tuviera mundo; total, estaban en su terreno y ella sabía muy bien cómo acercarse a cada loca maricona que llegaba a esta humilde casa de puerta y ventana, que también tenía nombre de batalla: El Nido, por todas las pájaras que llegaban a empollar sus cuitas en esos sillones cárdenos que compró de segunda mano, cuando su patrón remodeló el Spa de la calle comercial más lujosa de la ciudad y a ella se le ocurrió acomodarlos uno frente a otro en la sala; luego llegaron los tules vaporosos que se columpiaban en el techo y los drapeados fastuosos de las mesas, además de los enormes cojines de raso tornasolado donde descansaba una variedad insólita de traseros bien floreados. Sí, ella, entre todas, era la de las grandes ideas, por eso tenía la casa siempre llena de las más escandalosas culiflojas de la ciudad.
Entonces, ¿quién es ese hombre águila del que hablaban? Rolando carraspeó y con una espectacular voz ronca que permitía adivinar su profesión de cronista de espectáculos circenses, modestamente dijo: Un amigo.
Así que La Volantina, esa forastera comedida, no era más que una vampirita chupa ratas que le decía simplemente amigo al macho de su corazón.
Conoció a Mateo en un video en la computadora de La Urraca-Rana; lo bajaron del blog desde donde el ufano cirquero mantenía correspondencia con un nutrido grupo de fans, casi todas ingenuas polluelas de las más variadas geografías y, a su vez, se declaraba entusiasta de los más sucintos mensajes, del sabor a mora azul y se asumía como un digno coleccionista de la más diversas baratijas. No era el torazo viril que se imaginó tras escuchar atentamente a La Volantina, sino apenas un mozalbete descamisado con el pecho refulgente de sudor que daba volteretas en el aire con una gracia tan estilizada que parecía paloma. El guapo del circo usaba mallones blancos que le perfilaban un culito redondo y respingón y apretujaban un reptil que despertaba las más intensas especulaciones, que por cierto, le hizo recordar a La Ternera, una de sus más desosegadas pasiones, allá por los ochenta; al tiro comprendió la desesperación de La Volantina: Mateo se iba del circo y nunca pudo acercársele ni para ser amigos. Quería tenerlo un rato para ella sola.
Prometió avisarles en unos días, ella presumía de ser versátil y de una muy prolífica imaginación, ya se le ocurriría algo; no sólo eran célebres sus ensalmos entoloachadores, sino que gracias a su sensibilidad, la comparsa más sublime de dramáticas reinas espumosas jamás vista en ningún otro carnaval, estuvo bajo su mando.
Los anónimos empezaron a llegar al circo de mano de la propia Volantina, los colocaba secretamente entre tanto chiclito, hulito y papelito que las admiradoras de Mateo iban dejando diariamente en la mesa junto a una fotografía ampliada del divo (¿imagen votiva?), como una ofrenda por tanto refocile con las piruetas de la pista. Tres largos días tardó el machazo en darse cuenta que aquello era diferente: iba por el patio con el sobre de papel con flores machacadas y la casi solícita letra rosada de la Ternera, y como siempre que necesitaba algo especial, Mateo se acercó a un súbitamente palidecido Rolando y le preguntó si sabía quién dejaba esos sobres. La Volantina negó con la cabeza y se cruzó de brazos perdonándole de antemano que no le preguntara ni cómo estás ni qué tal te amaneció, pues, para entablar una conversación simplona con el cachorro tan mañoso que siempre demandaba favores y atenciones conocedor del poder que ejercía sobre ella. Sin ninguna reserva, como la putilla volada que era, se conmovió con el énfasis del por favor y aceptó fascinada el encargo de averiguar quién era esa mujer.
La Volantina parecía demasiado inmadura para asumirse como una auténtica chupapingas de vuelos de organdí y además, desgraciadamente, no era atractiva. Vestía tiesas camisas almidonadas en exceso y pantalones de lona con una línea tan derecha que resultaba su única extravagancia; era tan neutra, que sus ojos color de aguas turbias, tan pérfidos, eran lo único que le daba cierto aire de teatralidad; eso, y una vulgar necesidad de ensalivarse los labios con una lengua sospechosamente bulliciosa. Por lo demás, era fácil imaginar su vida: una dócil perra chaquetera de zapatos blancos y vaporosos gaznés, siempre temerosa por la fragilidad del vuelo de ese pájaro albo que le daba sentido a sus noches sordas. Y cuando el cuerpo demandaba afanes, bien oculta en el silencio de la noche, a la búsqueda de algún borracho callejero, de esos a los que ya nadie espera y que todo se les pierde en las ganas de enroscarse en otra bien surtida tanda aguardentosa: embabosados besos de torpeza etílica a los que ella siempre se negaba: no buscaba amor, sino tan sólo una buena lijada que la llevara a abandonarse a sus más cruentas imaginaciones. O cuando había suerte, facilona culipronta se dejaba engatusar por algún mariposeo al vuelo, con su promiscuo rumor de promesas pachangonas.
Llegó ya tarde, después de la última función, bien engominado el copete chapucero y el gazné de satín ocre como sostén de su triste capuchón de cacarizo zopilote ya entregado a los derrumbes del tiempo, con su sonrisa de gavilancilla taimada que delataba el regusto por la tirantez del estómago, provocado por ese plan que le daría a probar de las mieles del amor: Que si Mateo sonrió con su boquita mordiscona; que si Mateo sostuvo el sobre con sus largos dedos; que si Mateo no se dio cuenta; que si Mateo le pidió un favor con su vozaza enronquecida; que si Mateo tiene curiosidad por conocerla. Estaba tan enamorada, tan sometida, tan ojerosa la perversa por tantas noches de vigilia, chupando el cigarrito como cocuyo envirulado, paladeando el nombre, llamándolo en cada relumbrón: letal lamida de su lengua desbocada. La Ternera la dejó caracolearse a sus anchas en el sillón con su cacareo pegajoso porque la comprendía, ella también había perdido el sueño, unos cuantos kilos y hasta la fe por un hermoso trasero homofóbico al que nunca pudo acercarse. Pues mañana la va a conocer, dijo la Ternera así nomás, como si dijera cualquier cosa, mientras limpiaba los anillos imperfectos de tinto que humedecieron la mesa la noche anterior. Le entregó otra carta sellada, tibia aún de las cavernas de su pecho y la instruyó antes de retirarse a sus habitaciones, le apretaban las reumas y necesitaba descansar para el gran día: mañana.
Mireya llegó al Nido uno de sus más angustiosos días de desamor; era una bisexual requemada por el sol, asombrosamente erótica su mirada gatuna y entusiasta felatriz, que ya había roto varios corazones con su arrogancia y su desfachatez, y lo más importante, que le debía varios favores a la Ternera. Mireya no tuvo inconveniente en la forma de pagar su deuda de honor de una vez por todas; con mucha coquetería se colocó en la oreja el clavel rojo convenido (¿acaso ninguna obtusa urraca se dará cuenta de la sutileza de portar precisamente esa flor?), se soltó el cabello perfumado y con una minifalda que asomaba el insigne triangulito blanco arropado entre las piernas, llegó al palco hasta donde la Volantina la condujo. Mientras Mateo la miraba, un tanto desconcertado ante aquella hembra tan explícita, ella hizo una ostentosa entrega del último sobre y desapareció cuando el hombre aún planeaba níveo en lo alto de la carpa.
La cita era en el Bar México, un pajaral situado en esa esquina desafiada por la bullanguera prisa urbana de las calles, frecuentado por locas embravecidas: casi todas con sus cantos de sirenas despechadas; vestidas de pasitos fifí: con jocosas artimañas picaflor y bucles de gata oxigenada; camotes muy codiciados: que de ordinario provocaban grescas bien sangrientas que eran el chisme de cada tarde en el Nido y bicicletos: casi siempre violentos tornilleros, como Félix, ahí empoderado en su reino de cristal tras la barra, a quien la Ternera ya había perdonado por embaucarla en una afanosa y triste historia con su corruptora labia de garañón cumplidor. Llovía, el espejo del asfalto como quimera vuelta vaho; junto a rumores líquidos, agazapados detrás del puesto de periódicos patrocinado por el pasquín más amarillista de la cuidad y Mireya, más allá de la hora: todo es agua y estruendo y las polillas no pueden volar.
Una hora después, la Ternera llegó al bar encapullada en su impermeable amarillo de abejorro mustio y se acomodó muy cerca del espectáculo de arduo reconocimiento entre un inseguro Mateo: con su acervo de músculos bien ceñido por la licra azul de su camisa y Mireya: cumplidora de escote tan profundo sonorizando sus palabras con el clinclín de las pulseras: turbo que apura los tragos al atlético becerro: sonrojándose pausado por los efectos de una suave ebriedad, hasta que se llega el tiempo del quinto trago: no hay quinto malo, se dice la Ternera al cerrar un ojito mariquete que rebota en los espejos de la barra. Y pensar que Félix, ese bravo semental encajonado entre cristales, que le mostraba el erecto pulgar con su pálpito de triunfo, fue el que con la ardiente punta de un cigarro le tatuó en la nalga izquierda un círculo de fuego con el infierno de su nombre.
La Ternera paseaba alrededor de la cama, atenta a las opulentas escarapelas del tapiz infecto de humedad en ese cuartucho tan oscuro por el cielo anubarrado, escuchando el trajinar de pasos por el corredor, un cerrojazo próximo y luego un televisor que se desgañita en el cuarto vecino. Una biliosa luz le atacaba el perfil a la Volantina, ahí sentada en el sillón, como si la embustera dulzura de su sonrisa no estuviera a la espera de una puerta hostil sazonada por el clinclín de las pulseras, que lo obligara a sacudirse las plumas de viejo cuervo y correr hasta el cuarto 211, donde Mateo yacería al centro de la cama, con el polvito morado de las pastillas machacadas bien inoculado en su torrente de pollito dormilón. No dijo casi nada, pero su indignada jotería le alborotó las manos como alas de canario alebrestado cuando rechazó la caja de condones: Es un crío… yo sería incapaz… eso no va conmigo. Y paró la trompa bien fruncida, como culito de gallina asustadiza.
Cuando se quedó sola, la Ternera se despatarró sobre la cama e imaginó el cuerpo tierno de Mateo: su piel de veinteañero vulnerable, tan al alcance de esa contemplación febril que recorre palmo a palmo su tersura aceitunada: las piernas en largo erótico abandono. El ancho vigor de los brazos tan abiertos, arrojando sus tetillas ciegas. La elocuencia de las manos: largas y gruesas, acunando su lujuria insomne. Sincopada y tibia la respiración; fecundo el aroma a macho en su entrepierna de cirquero. Y el latigueo del animal: libertino, izándose al roce de un soplo posterior a un rimero de deseos.
Tentar. Morder. Libar. Temblar. Lamer.
La cueva del oído. La hondonada del cuello. El pozo de la axila. La maleza del pubis.
La dulzura de las corvas. …
La Ternera miró por la ventana: abajo, La Urraca-Rana paseaba con su alma de pájaro atribulado entre las aguanosas prisas de burócratas que dan vigencia al anochecer, con el arcoíris de la sombrilla protegiendo la bolsa de discos que justificaban las actividades musicales de Rolando aquella tarde de chipichipi remojón; arriba, las nubes negras galopando, la caligrafía roja del hotel con la O parpadeante, con sus espasmos zumbones: la metáfora de su deseo.
Se aproximó al sillón como si fuera la esquina bulbosa de su memoria donde se confabulaban los cuerpos que tuvo y que ya había perdido, a los que siempre llegó como si fueran los definitivos; ahora vestiglos, antes cisnes o albatros o pelícanos cuyos rostros lamió como si no tuviera culpa ni miedo: con hambre de afecto pero ahíta con saliva. Suspiró, no como una tristeza de ese instante, sino como una costumbre rotunda en su alma de gata sin ratón: al igual que todos los hombres que tuvo, Mateo jamás podrá adivinar lo cerca que estuvo del verdadero amor.
Porque al final, sólo quedarán los pájaros.