Puedo cantar, bailar,
hacer contorsiones sobre la pista en llamas,
rozar el cielo de fulgores blancos y violetas,
de luceros azules y dorados.
Comerciante de vino,
bailarín de turno,
como instructor de piruetas
puedo impostar la consigna del vuelo,
la belleza pictórica del cartel plantado en la taquilla;
demandar un battemend, un rombe de jambe,
mientras la orquesta,
en un alarde impresionista,
multiplica los panes y los peces,
las faldas y los giros.
Comensal perenne,
biógrafo obsceno,
puedo afirmar que todo cambia y continúa:
Jane Avril mudó de sitio
y Tolouse Lautrec dispara todavía
contra las arañas que predijeron su muerte.