Incendió mi consciencia
con sus demonios.
Soda Stéreo
Al llegar a Veracruz, Valentina recordó que a pesar de odiarlo, no tenía otro lugar a dónde ir, sólo al circo: Renata, su madre, siempre de mal humor, preocupada por la falta de dinero; Pepo, su padre, temiendo otro descuido o error, demasiado temeroso de los detalles que ignoraba del circo como para ocuparse de ella; sus hermanos, tan orgullosos de ser artistas circenses que la miraban con el mismo desprecio con el que ella ojeaba la carpa. Todos ellos detentando en el rosto la huella del sol de los caminos, que por contraste, daba a su piel un aire de extranjería en ese espacio abigarrado de luces y colores, donde se regodeaba un júbilo fariseo.
Debido a que nadie la esperaba, todavía lejos de los problemas cotidianos, de las varitas luminosas y fotografías que vendía oculta en la penumbra, decidió dar una vuelta por la ciudad: al atardecer se sentó en una banca del malecón y como si fuera la víspera de una adversidad, imaginó que el mar arrastraba consigo redundantes profecías que ella era incapaz de interpretar antes de ser barridas por las olas.
A la tienda más cercana llegó insolada, oculta debajo del vestido holgado y largo que usaba para viajar, el cabello recogido con descuido en la nuca y unos zapatos de piso escondidos debajo de la tela liviana. Esperó su turno, jugueteando con las monedas con las que pagaría su cerveza: fría, escondida en el bolso junto a la tarjeta dedicada a “la mujer más sexy y voluptuosa”: unas piernas largas, vistas por detrás, enfundadas en medias de vena, cuya línea se perdía en las ondulaciones de una falda amarilla que aleteaba en el aire. En el interior, decía: “Porque nunca te voy a olvidar, aunque estés muy lejos.” Firmaba Iván, cuyo recuerdo asumía con la certeza infinita de la ausencia.
La tarjeta se marchitaba entre las sinuosidades del bolso, pero le traía de vuelta lo que ella había sido antes de la frase que, a fuerza de repeticiones, la convirtió en un ser insignificante y vulgar: ¿Qué esperabas?, sólo eres la hija de un payaso.
La vinatería olía a barrica y el calor era insoportable cuando por una puerta lateral, apareció un hombre alto, como ceiba. Valentina descubrió en su mirada una sutil admiración que al revelarse involuntariamente, traicionaba su masculina habilidad para el secreto; una leve sorpresa provocada por ella que no se molestó en ocultar al pasar a su lado. Mientras el propietario anotaba cuentas sobre papel de estraza y recibía los billetes, el hombre alto la miró sin disimulo y le sonrió como si en su boca se rasgara una herida. Un grupo de hombres la rodeó con la prisa de una intoxicación etílica. Valentina dejó de manosear las monedas y volvió la cabeza apenas a tiempo para evadir una sonrisa impertinente y salivosa y toparse con una mano grave que fracturaba el cerco humano. Ella no buscó sus ojos allá arriba, se quedó al lado de la aspereza de los dedos separados como gruesos puros que acortaban la distancia entre ellos: era una mano ruda, como a ella le gustaba: una mano donde bien cabía uno de sus grandes senos. Las arrugas alrededor de los ojos se acentuaron cuando sonrió al decir su nombre: Tobías, y le preguntó de dónde era. Valentina se sorprendió por la pregunta, no supo si atribuirlo a agudos dotes de observación o a algo que revelaba ella misma al avergonzarse profundamente de las actividades circenses de su familia: la falta de raíces era sinónimo de pertenecer al circo.
—De ningún lado, dijo y de inmediato identificó en el rostro moreno de Tobías esa grave insinuación de temperamento que, a pesar de sí mismos, ostentan los hombres que encubren con una vida en apariencia trivial, misterios de los que nunca hablan; historias que tratan de mantener en segundo orden, pero que les roban el sueño.
—Sí, tienes el aire.
Valentina levantó las cejas. Recuperó su mano del apretón y siguió sonriendo: sólo era una obstinada mueca de los labios; se sentía incómoda y no supo si por la caterva que aullaba a sus espaldas, por la cercanía de Tobías o por la actitud del propietario que, en una mal disimulada muestra de lealtad masculina, pospuso las cuentas y sobre el mostrador se entretuvo contando el dinero con avaricia, como los restos de una fortuna fugaz. Sin embargo, en el fondo, a Valentina ya le había gustado la malicia implícita, el sigilo calculado tras la respuesta y la curiosidad con que indagaba en su rostro: pestañas, frente, cuello, orejas, labios, intentando descifrar con los ojos sus enigmas de mujer.
—Tienes sed, dijo.
Valentina se volvió a sorprender y asintió, seducida de antemano por saberse adivinada. Él se hallaba muy cerca, con el instinto afilado, percibiendo su aroma de hembra solitaria. Ella se quedó quieta, erguida dentro de su ampuloso vestido, permitiendo el reconocimiento, pensando que ese hombre le devolvía vigencia al significado de la tarjeta en el bolso. En un reflejo imprevisto, se humedeció los labios, entonces él la tomó del brazo con una resuelta actitud que la sacó de la tienda.
—Ven, te voy a llevar a un lugar.
Valentina subió al taxi mientras Tobías gritó al propietario que le guardara el cambio y al chofer le indicaba una dirección por el rumbo del mercado. Ella se dejó conducir mansamente hasta la cantina: un hueco vulnerado por la corrosión y el descuido que no le recordaba ningún lugar de su pasado y cuyo impetuoso aliento a cueva, la hería con brusquedad. Cruzó la puerta: una tabla de madera en precaria vertical y caminó detrás de Tobías por el excéntrico camino de baldosas floreadas; con una mueca aspiró el tufillo a humedad y a cerveza rancia a lo largo del pasillo con mesas apuntaladas a los lados, consciente de las miradas y el repentino silencio que provocaba a su paso. La contundencia del amoniaco que emanaba de los baños, ardía en su nariz. Se sentó en la mesa donde los esperaban un puro apagado en el cenicero, una cerveza a medio tomar y la libreta de cuentas, ahí, en el fondo: un lugar nunca alcanzado por el sol, sin ventanas, entre gruesos e impenetrables paredones de múcara tachonados de vulgaridades, donde un ronco ventilador giraba con poca fe: el calor sofocaba al ritmo beligerante de un corrido que atronaba en las paredes y alrededor de esa mesa, donde él bebía sin interés ni placer, con una morigerada prisa alcohólica y Valentina lo imitaba con la determinación de un bebedor matutino, de esos que encuentran en el primer trago la forma certera de seguir sin el día; ambos participando en un inquietante juego en el que Tobías se mostraba hábil al interpretarla y por lo que comentaba, ella sospechó que era un hombre que varias veces había salvado la vida gracias al instinto. Él se disculpó y señaló una esquina mientras hablaba con la mesera que en cada mano llevaba una caguama y entre el pecho y el brazo, tres vasos de vidrio. Valentina miró a la pareja que bailaba ceñida por las junturas del corredor: el hombre, de pantalones fruncidos en arrugas y los brazos moviéndose con bríos de carnaval; la mujer, con la falda blanca dilatándose por las rápidas vueltas, la pintura embijada alrededor de los párpados cerrados, ensimismada en la cadencia de los senos y su trémulo bamboleo. En el pasillo, un hombre se acomodaba la camisa con petulancia, como si en lugar del retrete, estuviera abandonando el cuarto de una puta. Volvió al rostro de Tobías, cenizo tras la espesa columna de humo, y descubrió que poseía la habilidad de negar cualquier cosa sin necesidad de gestos ni palabras: le bastaba la mirada.
La rocola empezó su estruendoso regurgitar ranchero: dos por cinco pesos, seis por diez, leyó en el papel cuadriculado sujeto con adhesivo a la pared y descubrió que le iba gustando más esa manera de Tobías de decir las cosas sin rodeos, directamente, sin importunarla con preguntas ni exigencias; le gustaba estar ahí sentada sin explicaciones ni respuestas: se sentía de pronto tan viva, tan vibrante envuelta por la música y el restregar de vidrios, emboscada por el agradable olor del puro sin que se esperara de ella nada más de lo que quería dar o decir o callar: se sentía más carnal y fuerte que cuando llegó.
Exaltada o adormecida por el alcohol, atenta a los escotes de las mujeres y sus abalorios vibrantes o distraída por la ausencia del tiempo, la intuición de Valentina concluyó que Tobías era un hombre enigmático: de mirada errática y con la cabeza moviéndose en pequeñas oscilaciones al ritmo de un pie intranquilo: una de esas personas que nunca se disculpan por nada, ante nadie; demasiado libre de sí mismo como para confesar una intimidad o sus costumbres y que mientras manipulaba entre los dedos una corcholata, sólo reconocía un propósito: tener un centro nocturno con pista de baile y orquesta en vivo, con una extensa barra de vinos y licores que permaneciera abierta hasta el amanecer; poblado de marineros afectos a la cerveza, mujeres de poca ropa con inclinación por los cocteles exóticos y hombres gordos que miraran el baile mientras bebían aguardiente. Le prometió llevarla por la noche a conocer esos sitios que parecían tener vida propia y que Valentina imaginó que vacíos, tendrían un grotesco aire de devastación, como los mercados cerrados. Algo dijo y ella adivinó que a Tobías le gustaba rondar durante el día los lugares que sólo eran propicios para ser vividos de noche. Del mismo modo, dedujo que era poseedor de una vigorosa sexualidad que imponía a paso lento pero poderoso y le provocaba cierta rendición anticipada, mas no un deseo definido. Se dejó envolver por las intermitentes y violentas exhalaciones de la rocola: un precario escenario donde la música le provocaba palpitar al ritmo de la ebria felicidad de los danzantes y las puntillosas vulgaridades de la pared, la hacían reír; sentía el cuerpo húmedo y disfrutaba de la insignificancia de los sucesos: las embarnecidas sombras concebidas por una luz perezosa, una bulla próspera y el interminable periplo de la mesera con sus cargamentos de cristal y residuos ambarinos.
Era tarde cuando Tobías cerró la cantina y únicamente ellos dos habitaron aquel excéntrico espacio de olores encendidos y con serena osadía, dijo: Lo mejor está por venir. Divertida ante la insinuación y motivada por la curiosidad, lo siguió con lentitud por el resto de la noche, hasta que corroboró la certidumbre de su intuición: la destreza de Tobías era suficiente para descifrar su simpleza de mujer: poco a poco dejó de ser el mismo, como si hasta entonces estuviera ocupado en la complicada largueza de un engaño, pero en el fondo, siempre hubiera sabido que ella no era más que la hija de un payaso.
* * *
Cuando el dolor de Tobías se diluyó en el sueño y su respiración fue pausada y regular, Valentina abrió los ojos y miró las bolsas de basura en el balcón, dispersos los pedazos de papel sanguinolento: ondulaciones castañas y circulares: emanaciones virulentas tasajeadas por la luz.
¿De quién era esa sangre?
La alarma volvió a gravitar en su cuerpo, la mantuvo presa en esa inmovilidad grotesca con la boca constreñida y los ojos muy abiertos, fijos sobre los papeles ensangrentados. ¿A quién había herido Tobías? Parpadeó con obstinación y observó lo que durante la oscuridad de la lámpara fundida sólo fueron especulaciones: botes de cerveza desperdigados alrededor de su zapato, el vestido sobre los periódicos apilados en una silla, ropa descompuesta y manchada de sangre en desordenadas rumas junto a las paredes, la cortina deshilachada y viva, gambeteando al ritmo del ventilador fijo, con su invariable rumor de soliloquio, que también amontonaba basura y arena en una esquina de la habitación. A su lado, Tobías dormía con un ojo y la boca ligeramente abiertos: el ojo se movía hacia los lados, lento, vigilante de esa precaria jornada de sueño arrullada por una monótona y ronca inhalación.
Valentina acarició sus pezones lastimados, le parecieron ridículos, fuera de lugar; se envolvió con la sábana sucia y permaneció quieta, mirándolo todo: las manchas de humedad, con atributos de negro deterioro sombreadas en la pared, su vestido, el zapato; buscando el sostén, el bikini blanco y el bolso que le fueron arrancados a manotazos. Durante la noche se había acostumbrado al olor: un golpe contundente desde la puerta. ¿De quién era esa sangre?
Sobre el alféizar, una paloma expurgaba su pecho indiferente al golpetear en la avenida del primer camión de la mañana. ¿Tobías había lastimado a alguien? ¿Cuál era el apodo de aquella mujer de la que le habló? ¿La sangre sería de esa mujer a la que a veces se refería como una “perra”? No se trataba de una herida, no vio ninguna cicatriz que delatara un corte profundo en el cuerpo de Tobías; quizá sangró abundantemente por la nariz o alguna noche se despertó escupiendo coágulos por esa enfermedad indescifrable que le distorsionó la cara mientras bailaban. ¿De quién era esa sangre abundante y reseca? Mirando las ondulaciones circulares ya en marrón por el añejamiento, intuyó la hostilidad de la sangre.
Se levantó con cuidado de no despertar a Tobías que dormía con una pierna flexionada, en una posición que la hacía lucir corta e insuficiente para sostener ese tronco brillante de sudor, oscuro y lampiño como un trozo de madera barnizada que en reposo parecía colosal; lo miró con detenimiento: sobre el colchón sucio, con su palidez de insomnio, los hombros laxos y de brazos cruzados sobre el pecho en férrea custodia, tampoco parecía inofensivo; el miembro exánime y retraído provocaba en Valentina cierta incertidumbre. Tuvo cuidado de no pisar los círculos de sangre seca. El otro zapato estaba debajo de la cama. Cerró la puerta del balcón y vio su bolso prensado entre la pared y la espalda de Tobías, quien seguía reteniéndola a su lado: ahora sin utilizar la mirada, esa que la obligó a permanecer toda la noche en la silla, quieta en un lugar de ambiente turbio, bañado por una humilde luz opaca de humo de cigarro; rodeada por mujeres semi desnudas que iban de un lado a otro rozándose entre ellas, esperando por alguien que les pagara un trago ante lo cual reaccionaban con sometimiento y gratitud. Tampoco la retenía con las fuertes manos que la tomaron por la cintura dejándola sobre la mesa donde antes estuvieron bebiendo: sin palabras ni caricias, fue un encuentro furioso, aventurando las manos, las piernas: primero una, luego otra, sólo para sujetar con fuerza, para rodear, para apalancar el torso tenso y sudoroso, para ofrecer resistencia; sólo rítmicos jadeos alcoholizados, violentos embates que hacían resonar el choque de la carne hasta que un rápido estremecimiento los recorrió con la violencia del orgasmo. Luego se separaron como dos animales cuya cercanía les impedía seguir respirando las acres emanaciones del semen; una vez vacíos y sofocados, cada uno recompuso sus ropas y permaneció en silencio. Pero ahora, esa mañana, la retenía con la espalda: aprisionando su bolso, con las identificaciones que daban cuenta de su nombre completo y dirección, las llaves de la casa y del negocio, las fotografías familiares y el dinero. Tobías, aún dormido, seguía impidiéndole alejarse a toda prisa de su lado.
Sólo faltaba encontrar el bikini blanco: en la mesa estaba su sostén, sobre los objetos que abarrotaban la superficie escarapelada; los miró detenidamente mientras se vestía, tratando de hallar algo para defenderse en caso de que Tobías despertara violento, pero al mismo tiempo, buscaba algún indicio, alguna alusión que la remitiera al verdadero Tobías. Nada. Todo era un engaño vigente: sólo los remanentes de sus largas horas en la cantina: botellas artesanales de mezcal; corcholatas dobladas de cerveza Pacífico; arrancadas de alguna revista y onduladas por la humedad, recetas para preparar bebidas vítreas y cerúleas; un par de puros a medio fumar; los frascos de píldoras y esos blísters deformados, vacíos de medicamento, la remitían a la misteriosa enfermedad cuyas secuelas encontraban en el rostro de Tobías feraz territorio para cincelar el deterioro. Las llaves viejas, arracimadas y polvosas lucían la pretérita utilidad de abrir o cerrar lugares que suponía, brevemente transitó el hombre con la pierna doblada que sangró o hacía sangrar: el estudio de un amigo en una ciudad lejana, la casa de una mujer herida, el cajón del dinero, una bodega pestilente, un salón de baile en trance de remodelación… Todo parecía contener una vigencia efímera que ni el polvo o el descuido lograban ubicar más allá de unos días, como si la vida de Tobías se conformara de pequeños esbozos del presente, con su hálito imperecedero, que esa mañana borraban los rastros de su identidad: décadas ocultas en la consciencia de Tobías, desaparecidas con insólita dedicación.
Las llaves podrían servirle para defenderse: empuñadas y entre los dedos, erectas llaves como aristas.
Existían otros elementos que ningún objeto ni las evidentes ausencias denunciaban: la sevicia de Tobías, su peligrosidad, esa que durante la noche asomó por sus ojillos de animal acorralado: de mirada inquietante y sostenida, con capacidad para cosas crueles, que nunca delataban una mentira o un sentimiento: ojos fríos, tan siniestros que en ocasiones la obligaron a sonreír para amortiguar una queja estéril, finalmente enunciada en un tono mesurado que mitigaba cualquier dejo de reclamación ante un tono hostil o un asomo de violencia. Tampoco su instinto lo supo cuando se encontraron, en el tendejón caliente sintió tarde la corazonada, su intuición se distrajo ante el acoso, pero al tenderle la mano ella empezó a percibir cosas diferentes a las que supo por la noche, cuando miró detenidamente sus ojillos de cerdo fijos en la puerta detrás de ella, su ropa no muy limpia y el cabello cano que enmarcaba los rasgos toscos: una nariz desmedida y los labios se insinuaban grotescos en una crasa ondulación, con el remanente de algo vulgar embozado por el vello gris de una barba mal afeitada: un rostro que sonrió cuando le dijo: Me dan ganas de madrearte.
Ahora, Tobías inevitablemente vulneraba su vida, con esa profunda lobreguez y su intrincada red de azares. Un hombre que incluso dormido, en aquel pequeño lugar, encontraba coartada para seguirla engañando.
Tobías: su misterio la alcanzaba; la inmovilizó el quejido cuando él se movió en la cama.
Rescató su bolso al tiempo que zureaba la paloma; con una torpeza nacida de la premura, se calzó mientras la alarma galopaba en su mente por los gemidos en la cama. Salió de la habitación, embrollada con su largo vestido bajó las escaleras y el eco de sus pasos repetía la urgencia por abandonar ese edificio oscuro, a su habitante. Por primera vez se le reveló el circo como un refugio. Corrió en busca de un taxi por esa calle sórdida; con rabia, lanzó las llaves de Tobías entre los montones de basura. Mientras los olores de comida descompuesta saturaban la mañana, confiriendo a Veracruz de otra identidad, la tarjeta con largas piernas y vestido amarillo resbaló de la cama y fue arrastrada por el aire hasta una esquina de la habitación, donde permaneció abriéndose y cerrándose al compás del ventilador.