La mujer que yo quiero no necesita
bañarse cada noche en agua bendita
Joan Manuel Serrat
La mujer que yo quiero ama la lluvia como suele amar, en secreto, la razón a la locura.
Pero no es de razón sino de humedad de lo que acostumbro hablarle, de tiernos aforismos anegados en las cuencas de mis ojos, de improcedentes certezas y extemporáneos placeres.
Ella suele confesarme antes del abrazo: -La lluvia me gobierna con sus delgados hilos, con su gravedad natural y su líquida concupiscencia.
-Está bien que la lluvia te gobierne- intento contestarle-pero ella ya sabe como esquivar mis réplicas.
Ovillada sobre su piel oscura, la mujer que yo quiero se arroja al abismo de su carne, a la oquedad risueña, voraz e inocente, de su identidad en flor desatada: profundidad que se inscribe en toda desnudez de las influencias; memoria, desembocadura, faro ciego.
Para ella los recuerdos no son humo sino agua, agua de sal, materia abierta, precipitación del tiempo y sus dolores.
Por eso la noche corre entre sus muslos con la facilidad de un hilo que se rompe, con el dudoso contorno de una huella inexplorada, con la nítida obediencia de los sueños:
-Desatas mis labios inferiores, me inundo de nostalgia e incertidumbre, tu lengua es un pasado o un futuro que agita la cadencia de la lluvia.
Y hay veces que es su piel diluvio de fantasmas, de pequeños rosarios que profanan las redes. Hay veces que sus ojos no pueden verme, rebasados los puentes y las sombras, y hay otras que no sé cómo tocarla.
-El origen del caos es un torrente coagulado, quizás porque los latidos se endurecen y no responden ya a los antiguos nombres, a las mismas calles, al amor preestablecido. En su placer me reconstruyo y aniquilo, su densidad me ahoga y no comprendo por qué debiera cuidarme de ti, ni qué tienes que ver tú con todo esto, con esta espina que escurre en contra de toda la solidez de su experiencia.
-No sé ser para ti aquella que lubrica sin temor entre tus sueños, la que alimenta tu ego de hombre intacto. Quisiera ser así, pero no consigo instalarme en tu piel como si nada, y cada entrega, tatuaje líquido, lastima lo que soy: caja de lluvia.
Entonces es inútil llamarla por su nombre, cuerpo reincidente que disuelve las horas, levadura de mayo, caricia vociferante.
Yo, acojo humildemente sus palabras, las traduzco y deposito de vuelta en la cavidad que parte en dos la boca en su cintura.
El roce de esos labios solía bendecirme cada noche.
bañarse cada noche en agua bendita
Joan Manuel Serrat
La mujer que yo quiero ama la lluvia como suele amar, en secreto, la razón a la locura.
Pero no es de razón sino de humedad de lo que acostumbro hablarle, de tiernos aforismos anegados en las cuencas de mis ojos, de improcedentes certezas y extemporáneos placeres.
Ella suele confesarme antes del abrazo: -La lluvia me gobierna con sus delgados hilos, con su gravedad natural y su líquida concupiscencia.
-Está bien que la lluvia te gobierne- intento contestarle-pero ella ya sabe como esquivar mis réplicas.
Ovillada sobre su piel oscura, la mujer que yo quiero se arroja al abismo de su carne, a la oquedad risueña, voraz e inocente, de su identidad en flor desatada: profundidad que se inscribe en toda desnudez de las influencias; memoria, desembocadura, faro ciego.
Para ella los recuerdos no son humo sino agua, agua de sal, materia abierta, precipitación del tiempo y sus dolores.
Por eso la noche corre entre sus muslos con la facilidad de un hilo que se rompe, con el dudoso contorno de una huella inexplorada, con la nítida obediencia de los sueños:
-Desatas mis labios inferiores, me inundo de nostalgia e incertidumbre, tu lengua es un pasado o un futuro que agita la cadencia de la lluvia.
Y hay veces que es su piel diluvio de fantasmas, de pequeños rosarios que profanan las redes. Hay veces que sus ojos no pueden verme, rebasados los puentes y las sombras, y hay otras que no sé cómo tocarla.
-El origen del caos es un torrente coagulado, quizás porque los latidos se endurecen y no responden ya a los antiguos nombres, a las mismas calles, al amor preestablecido. En su placer me reconstruyo y aniquilo, su densidad me ahoga y no comprendo por qué debiera cuidarme de ti, ni qué tienes que ver tú con todo esto, con esta espina que escurre en contra de toda la solidez de su experiencia.
-No sé ser para ti aquella que lubrica sin temor entre tus sueños, la que alimenta tu ego de hombre intacto. Quisiera ser así, pero no consigo instalarme en tu piel como si nada, y cada entrega, tatuaje líquido, lastima lo que soy: caja de lluvia.
Entonces es inútil llamarla por su nombre, cuerpo reincidente que disuelve las horas, levadura de mayo, caricia vociferante.
Yo, acojo humildemente sus palabras, las traduzco y deposito de vuelta en la cavidad que parte en dos la boca en su cintura.
El roce de esos labios solía bendecirme cada noche.
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