sábado, 27 de noviembre de 2010

REVOLUCIÓN Y LETRAS. CIEN AÑOS SON SÓLO EDAD. (Con o sin el permiso del Gabo). Por Jesús Garrido.


“¿Qué es patria?-, pregunta el niño al padre que acaba de matar a un hombre por la posesión de un descanso de escalera en lo que fue un antiguo almacén de ropa.
-Esta porción de espacio que hemos ganado para vivir.
¿Y ese cuchillo?-. insiste el niño mientras el padre limpia la hoja ensangrentada.
-Es la justicia.
(...) Media hora después irrumpe la policía. Desaloja el inmueble con bastones eléctricos. A los que mueren pisoteados se los llevan en camiones a rellenar barrancas para nuevos fraccionamientos.
El niño se quedó sin padre. Y sin patria.
Pero ya aprendió la lección: un patriota es el que gana un descanso en la escalera, acuchillando a otros hombres.
(...)La madre del niño murió en el parto. La sepultaron en una glorieta del Paseo de la Reforma, junto a una palmera petrificada. No tenía derecho a los hornos porque no era precarista.
A Juanito le hicieron creer que sí, para que tuviera una idea más romántica del final de su madre. Mejor el cielo que un hoyo de rotonda donde los precaristas –conocidos antiguamente como campesinos- siembran maíz.
(...) Una vez el niño vio un agujerito azul a través del cielo pintado con brochazos de monóxido de carbono.
Entonces creyó en Dios”.

Los párrafos anteriores pertenecen al capítulo inicial de una novela mexicana, tan extraña como desconocida, Los Precaristas, de Alejandro Iñigo. Publicada en 1981 por Grijalbo, la novela no puede ocultar la influencia de las obras de ciencia ficción que habrían causado furor en los 60’s y 70`s, por sus adaptaciones al cine. Pienso concretamente en Soliant Green, cuyo título en México fue Cuando el destino nos alcance, con el holywoodense quijotillo de Charlton Heston cumpliendo por enésima vez su apostolado de hombre desfacedor de entuertos, en pos de doña Blanca.
En Los Precaristas los hechos suceden en un México hipotético y futurista de mediados o finales del siglo XXI, es decir, más de cien años después del inicio de la revolución y el milagro de la multiplicación de la tierra auspiciado por la Reforma Agraria. Iñigo nos muestra, con la ingenuidad de un aprendiz del género de los comics y un sentido del humor denunciante, los extremos a que la corrupción de la clase dirigente, la dominación norteamericana y la degradación ambiental han llevado al país, agotado el petróleo como fuente de energía mundial, ocupando las flores el lugar de los hidrocarburos como primer producto de exportación de México. Pero en esta visión apocalíptica, las flores son también una alternativa alimenticia para los pobres, que devoran las que logran florecer en los camellones y parques públicos.
La capital del país pues está habitada por millones de precaristas, hacinados en progresión geométrica en automóviles abandonados, pasillos de casonas y tiendas del centro histórico. No faltan mutantes, a la manera de los morlocks, que dominan los túneles del metro; extraños seres provenientes ya sea de los X-men, (1963), de el universo de Marvel Comics o desde las catacumbas de la célebre Metrópolis dirigida por Frintz Lang.
Pareciera que el diagnóstico es inequívoco, la Revolución Mexicana, más aún, los anhelos de justicia social (que no tienen fechas, ni límites, son universales y a veces parecieran inalcanzables) habían fracasado.
Pero no comparemos la realidad con la ficción. Vayamos a hechos reales.
El periodo conocido como Revolución Mexicana inicia con el levantamiento armado del 20 de noviembre de 1910 y cierra con la promulgación de la Constitución de 1917 (Otros consideran que termina el 21 de mayo de 1920 con el asesinato de Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo).
Después vendría el llamado periodo de la Postrevolución que se sitúa entre 1920 y 1940. Aunque algunos quieren prolongar sus márgenes hasta el gobierno de José López Portillo, último presidente populista, iniciando Miguel de la Madrid el de los presidentes neoliberales.
Entre las causas de la revolución podemos contar la extrema pobreza de las clases populares, su explotación física, en condiciones similares al esclavismo. Supongo que no tiene que ver con la noticia difundida a principios de semana del descubrimiento en una finca de Chiapas donde se obligaba a laborar a la fuerza a poco más de cien personas. Y aunque la mayoría se trata de indocumentados centroamericanos y sólo cinco o seis nacionales, eso no le quita el calificativo de indignante, vergonzoso e inaceptable.
Ojalá pudiéramos culpar a don Porfirio y a los regímenes que le sucedieron hace poco menos de cien años.
En literatura, de 1910 a la fecha, también ha habido héroes y villanos, sucesos, que, sin embargo, son responsabilidad exclusiva de los autores de las obras. Ningún dictador, ningún estadista o partido político puede apropiarse de los aciertos, errores y aproximaciones del espíritu creador de una sola persona, mucho menos de un país.
Digo esto, si bien hago mías las palabras de Antonio Alatorre en torno al concepto literatura nacional: “manejo tolerablemente el concepto de “literatura” y puedo alinear dos o tres ideas alrededor del concepto “nación”, pero nunca me ha preocupado la manera como el enorme y generalísimo sustantivo literatura sufre delimitación o especificación por obra del adjetivo nacional. El adjetivo nacional le viene muy chiquito al adjetivo literatura.
Así, directamente relacionado con la gesta revolucionaria, encontramos, ya por 1916, la primera de una serie de obras del llamado género de la revolución mexicana: Los de abajo, de Mariano Azuela.
Sin embargo, este género tiene sus antecedentes en la corriente realista-naturalista mexicana de finales de siglo XIX, que retrata, según los postulados estéticos de la corriente literaria, la pobreza y condiciones difíciles de la vida en el campo: La bola, de Emilio Rabasa (1887); La parcela, de José López Portillo y Rojas (1898); La venganza de la gleba, de Federico Gamboa (1905), entre otras.
Después de los de abajo, se suceden títulos que exploran, con o sin la aprobación del partido revolucionario (llámese PNR. PRM o PRI) el hecho histórico, tan complejo y confuso como sus consecuencias.
En 1931 aparecen Vámonos con Pancho Villa de Rafael F. Muñoz y Cartucho de Nellie Campobello. Después vendrían El Águila y la Serpiente y La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán. No olvidemos Ulises Criollo, la gran autobiografía de José Vasconcelos.
Cierran el ciclo otros grandes escritores como José Rubén Romero, Gregorio López y Fuentes, Mauricio Magdaleno, Juan Rulfo y Agustín Yáñez.
Lógicamente, debemos ver más allá del género de la revolución. Una forma de ver lo andado, aunque no sea del todo recomendable porque podemos olvidar a muchos autores, es recurrir a los “grandes nombres”. Veamos, por logros internacionales tenemos un Nobel de Literatura, Octavio Paz; un Premio Príncipe de Asturias y un Premio Cervantes, equivalentes al Nobel de habla hispana: Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco.
Adolfo Castañón, en su Breve arbitrario de Literatura Mexicana”, propone, arbitrariamente en verdad, un recorrido por la obra de siete autores que ejemplifican, según él, la literatura mexicana de siglo XX: Alfonso Reyes, Octavio Paz, José Revueltas, Carlos Fuentes, Ramón Xirau, Gabriel Zaid (no incluye a Pacheco), Salvador Elizondo, Fernando del Paso y Carlos Monsivais.
Reducirnos a estos nombres es muy limitado, como ya se mencionó, y merece abordarse en otro texto, otros autores, grupos, mafias y chismes de literatos que harían sonrojar a TV Notas, Hola, Reforma, El Financiero, y demás publicaciones amarillistas y de farándula.
Sólo quiero agregar, en relación a la poesía de temas “patrios”, una evolución aparejada con la percepción esperanzadora o pesimista, ilusionada o cínica, de muchos compatriotas. Si bien Ramón López Velarde, en La suave patria, durante las primeras décadas del siglo XX, compara a la patria con una amante, con una casta novia provinciana, y su exaltado y enamorado nacionalismo es repetido hasta la nausea en los actos cívicos y homenajes a la bandera de las primarias
Si me ahogo en tus julios, a mí baja
desde el vergel de tu peinado denso
frescura de rebozo y de tinaja,
y si tirito, dejas que me arrope
en tu respiración azul de incienso
y en tus carnosos labios de rompope
el desencanto, las luchas contestarías de los sesenta, harían que José Emilio Pacheco escribiera su poema Alta traición que, a mi juicio, expresa con más cercanía al ciudadano actual, su sentir respecto a los asuntos patrios:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Pero aún más, hace cinco años, el periódico La Jornada publicó un poema de Sergio Witz titulado “La Patria entre mierda”, que había salido a la luz en su natal Campeche en 2001. Si Pacheco cuestionaba el significado abstracto de uno de nuestros símbolos patrios, Witz le negaba toda representatividad y mandaba toda la retórica oficial, formalmente a la mierda.
Yo
me seco el orín en la bandera
de mi país,
ese trapo
sobre el
que se acuestan
los perros
y que nada representa,
salvo tres colores
y un águila
que me producen
un vómito nacionalista
o tal vez un
verso
lopezvelardiano
de cuya influencia estoy lejos,
yo, natural de
esta tierra,
me limpio el culo
con la bandera
y los invito a hacer
lo mismo:
verán a la patria
entre la mierda
de un poeta.

Sin compartir lo expresado por Sergio Wits, porque se puede estar de acuerdo o no, pasional o indolentemente, estética o escatológicamente, con lo dicho, es cierto que México no será mejor ni peor antes o después de su lectura. En todo caso, el poema refleja ya no las dudas manifestadas por Pacheco sino un divorcio social que no por no leerlo va a dejar de existir.

Por Tlatelolco, Acteal, Chiapas, las muertas de Juárez, el sindicalismo independiente, Chiapas, y las víctimas de esa triada formada por la guerra contra el crimen organizado, el neoliberalismo y las cenizas del corporativismo a lo Elba Esther Gordillo. Por todos nosotros.
VIVA VILLA, HIJOS DE PANCHO

1 comentario:

Anónimo dijo...

Permiso del realismo mágico, mejor dicho.

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