El término correspondencia hace alusión a las cartas que se despachan o se reciben, pero también al trato recíproco entre dos personas y a la relación que existe o se establece entre los elementos de distintos conjuntos o relaciones. Hablamos entonces de un mecanismo de comunicación humana y de correlación entre dos o más cosas.
Hay cartas que han trascendido su ámbito estrictamente personal, constituyéndose en paradigmas histórico-literarios. Tenemos, por un lado, Las cartas de Pablo a los corintios, ejemplo del afán de unidad y uniformidad entre los primeros grupos cristianos; Las cartas de Abelardo y Eloisa, visión invaluable de los códigos amorosos y el lenguaje utilizado en la edad media; o las modernas cartas de Jean Paul Sartré a Simone de Beauvoir: Cartas al castor, espejos existencialistas de un mundo indeciso entre el amor y el hedonismo, entre los atavismos ideológicos y la incertidumbre de la post modernidad.
Estas y muchas otras misivas famosas fueron recopiladas y editadas en libros a favor de la cultura y la erudición pero acaso han sido leídas a nombre de la indiscreción y la curiosidad. En 1973, cumplidos tres años de la muerte de J. R. R. Tolkien, fue publicado el libro Las cartas de Papá Noel por la esposa de Christopher Tolkien, hijo del autor de El hobbit y El señor de los anillos y de toda una saga de literatura fantástica relativa a un mundo de ficción; la Tierra Media.
John Ronald Reuel Tolkien nació en Bloemfontein, Sudáfrica en 1892, pero desde la edad de cuatro años se instaló con sus padres en Inglaterra donde estudió y se convirtió con el tiempo en un extraordinario filólogo, apasionado de las literaturas antiguas, tanto así, que yendo más allá de sus funciones como profesor de anglosajón en Rawlinson y Bosworth en la Universidad de Oxford y en Merton, recreó o reconstruyó dialectos que serían el habla de los personajes creados en su basta obra literaria.
Letters from Christmas father o Las cartas de Papá Noel, como se le conoce en español, está formado por la recopilación de las cartas que Tolkien escribió a sus hijos en Navidad desde 1920 a 1936. Las cartas, dirigidas a un público infantil, eran escritas supuestamente por el mismo Papá Noel y en ellas narraba sus aventuras en el Polo Norte rodeado de sus ayudantes, el Oso Polar, elfos y gnomos. Los documentos son extremadamente tiernos y enriquecen o actualizan la mitología europea de duendes y hadas y no guardan correspondencia directa con el cristianismo. Tolkien parece orientarse así, más que al consabido proceso de aculturización o sincretismo utilizado como estrategia evangelizadora, hacia una reinvindicación de las culturas sajonas primitivas en respuesta a la opresión de centurias por parte de la civilización judeo-cristiana.
El proceso, sin embargo, no inició con Tolkien, y acaso estuvo latente desde la conversión de los pueblos nórdicos al cristianismo , de ahí una buena parte de la ferocidad de la Inquisición durante la contrarreforma.
El camino en literatura, aunque no tan antiguo, también es culebrero: a long and winding road. La canción (o cuento) de Navidad de Charles Dickens es el primer y más célebre título del subgénero navideño. Más que una glorificación del culto religioso, La canción de Navidad es una obra precursora de Edgard Poe, la literatura negra y el cuento fantástico moderno. Charles Dickens traslada el peso de la historia no hacia los personajes humanos (con todo que el señor Schrooge, capitalista explotador que espía sus culpas pagando las fiestas, robe cámara en las versiones fílmicas o que el pequeño Tiny y su enfermedad y pobreza nos hagan pensar en una versión, ajustada al calendario decembrino, de Oliver Twist o David Copperfield, dos pequeños y sufridos héroes de la saga Dickensiana) sino a los fantasmas de las navidades pasadas, presente y futuras. La canción de navidad es un festín de aparecidos que destilan ectoplasma en contra de quien no quiere consumir los productos de la temporada.
Fiel exponente de su época y su geografía, Dickens evidencia el afán de la religión protestante hacia la practicidad y la desmitificación de la vida moderna, pragmática y tecnológica. Instalado en la Inglaterra industrial y racionalista de fines del siglo XIX, Dickens es un ejemplo del realismo a la inglesa: su obra trata de reflejar los acontecimientos que preocupan a la primera sociedad mayoritariamente urbana del mundo. Por eso se solaza en el sufrimiento de la clase proletaria, son años de un capitalismo a ultranza, saturada de hollín, madres solteras, niños huérfanos y bastardos. La narrativa de Charles Dickens no está exenta de cierta carga de piedad y esperanza, contradicente del naturalismo-realismo literarios, pero acaso tenga que ver más con su propia experiencia de vida y con el moralismo imperante en la Inglaterra victoriana.
Los ejemplos de la atenuación o anulación del matiz religioso en el género se suceden, uno tras otro, pasando por El casacanueces de Hoffman y El Grinch.
La tendencia es heredada por el cine: El expreso polar o los patéticos y/o desafiantes cromos insertados en Gremlins y en el colegio Hogwars de Harry Potter.
Volviendo a las cartas de Tolkien, las últimas las firma el elfo Ilbereth, al que Papá Noel nombra su secretario personal. Suponen la despedida de un mundo pleno de aventuras que sería imposible y sacrílego hacerle pasar a Cristo, con gnomos, hombres y niños de nieve, elfos rojos y verdes, intrigas y duendes malignos. Sólo faltaría, como epílogo o tarjeta postal, un hobbit gordo y rubicundo, como lechón recién horneado, tartamudeando: “Eso es to, eso es to, eso es todo, amigos”.