sábado, 11 de diciembre de 2010

EL NOBEL Y EL ESCRIBIDOR. Por Jesús Garrido


Puede usted borrarlo de su lista, “Escritores favoritos que nunca han ganado y seguramente nunca ganarán el Premio Nobel de Literatura”: Mario Vargas Llosa, el escritor peruano, el nativo de Arequipa, ex candidato a la presidencia de su país, el “Marito” de una novela deliciosa y en gran parte autobiográfica, ha recibido este 10 de diciembre de manos del rey Carlos Gustavo de Suecia la medalla y el diploma que lo reconocen como el ganador del máximo galardón literario en una ceremonia celebrada en la Sala de Conciertos de Estocolmo.

Mario Vargas Llosa es un “escribidor” potente que, parafraseando a Salvador Elizondo, sólo puede recordarse a sí mismo imaginándose escribiendo que ya había escrito lo que nunca se hubiera imaginado escribir. Como todo gran novelista aprovecha todo lo que su capacidad y su medio ambiente le proporcionan, destreza lingüística, experiencias personales, archivología histórica, política contemporánea, modas, cambios en los roles sociales y de pareja. Dueño de una personalidad a medio camino entre autorrealización y el egocentrismo, no teme la controversia, antes bien parece apasionarle la provocación al expresar, sobre todo en sus ensayos políticos y crítica literaria, las opiniones más subjetivas, sin más fundamento que las vísceras: “el escritor es egoísta por sí mismo para poder escribir”.

Acaso tenga razón, en todo caso, la Academia Sueca argumentó su preferencia por el escritor sudamericano “por su cartografía de las estructuras de poder y sus imágenes mordaces de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo." Y efectivamente, el individuo es el centro de su obra, sus limitaciones, su impotencia, no a la manera de los antiguos griegos ante los dioses eternos, sino ante el poder político, la intolerancia social, la economía olímpicamente asfixiante. Oráculo implacable, Vargas Llosa no es de ninguna manera conmiserativo con sus personajes, no duda en sacrificar la virilidad de un jovencísimo estudiante ante la fiereza de un perro furioso, o en exponer con social sorna la obsesión por la decadencia física y mental de un argumentista de radionovelas.

Si habría que escoger alguno de esos personajes para representar al autor, escogería al pequeño niño manipulador y perverso de (Elogio a la madrastra) por encima de el joven aspirante a novelista que sueña con irse a París a la manera de los intelectuales de su tiempo (La tía Julia y el escribidor)

Por lo que hace a su obra, habría que dividir sus más de cincuenta años de carrera en tres épocas. La primera, la del “boom latinoamericano”, etapa que se caracteriza por un aprendizaje vertiginoso, una gran vitalidad y donde publica una colección de títulos que quizá signifique lo más representativo para sus más fieles lectores: La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1966), Los cachorros (1967), Conversación en La Catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977).

Vendría después los años de la madurez: La guerra del fin del mundo (1981), Historia de Mayta (1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), El hablador (1987) y Elogio de la madrastra (1988). Es en esta etapa que Vargas Llosa consigue un producto maestro, evidencia de su capacidad de crear y recrear universos totales, La guerra del fin del mundo, novela que mereció el reconocimiento aún por parte de sus detractores y enemigos. ¡Y vaya si don Mario los tiene en buen número!

Lituma en los Andes (1993), Los cuadernos de don Rigoberto (1997), La Fiesta del Chivo (2000), El Paraíso en la otra esquina (2003), Travesuras de la niña mala (2006), El sueño del celta (2010), representan los últimos años, la continuidad, la constancia, la reincidencia.

En su discurso de aceptación, titulado Elogio a la lectura y la ficción menciona: “Aprendí a leer a los cinco años en la clase del hermano Justiniano, en el colegio de La Salle, en Cochabamba, Bolivia. Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Más adelante dijo: “No es fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo”.

En fin, Mario Vargas Llosa es el ganador del Nobel de Literatura 2010 y vuelve a desatarse la discusión cíclicamente anual de los merecimientos o desmerecimientos. Por lo que a mí respecta, me vale un pepino (no creo a estas alturas en los adjetivos reverente y/o irreverente) este tipo disertaciones, comparables más con las clasificaciones mensuales de la FIFA o el pordioserismo mediático de Iniciativa México. Sólo celebro, además de los 74 años cumplidos del escritor galardonado, el recuerdo de mi primer acercamiento con su obra. Leí La tía Julia y el escribidor a mediados de los ochenta, tendría yo la edad de Marito, el escritor incipiente que agrega a su aprendizaje estilístico, el sentimental, enamorándose de una hermana de su tía política. Por supuesto que no aprendí ninguna técnica amatoria que me sirviera con mujeres mayores o menores, púberes o senectas. Lo que me impactó fue una voz afín y el descubrimiento de vetas imaginativas.

Ahora, muchos años después, cerca de la edad de Pedro Camacho, (la cincuentena, la flor de la edad) confirmo, tomando la noticia del Nobel como pretexto, que hay que tomar la vida cuando se nos da así, desnuda y agraciada. Al fin y al cabo derrotas o incertidumbres, reales o ficticias, nunca faltan.

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