El amor es estrecho, tan estrecho como puede ser el mar
cuando se le conoce a fondo.
El amor es líquido, intolerable, escaso. De eternidad relativa,
la propagación de su reino no es más que un juego de niños:
adonde quiera que va lo sobrepasa el deseo.
La vastedad del deseo es un placer adulto.
Lujuria y placer son animales terrestres.
No el amor, sino el instinto,
acaba por dar nombre a todas las cosas.
En nombre del deseo se fertilizan la dunas,
se bendice la zafra, se santifica el trapiche.
En los pueblos de la costa se bebe ron y aguardiente de caña.
Así se da inicio a las fiestas del invierno,
así se abren los puertos a la histeria.
Dolor y fiebre dilatan su rubor a la intemperie,
en abierto desafío a la abstinencia.
La sed arremete como enjambre de avispas.
El genio y el imbécil discuten y se matan
por la misma mujer itinerante.
Desempleados y jornaleros allanan y saquean
la timidez de los muelles.
Los turistas se amurallan en sus cuerpos.
Los comerciantes alquimian sobriamente sus ganancias.
Ebrios de historia y de placer,
los narradores de la carne se
dejan seducir por su auditorio.
El resto de los hombres,
marinos, guardafaros y pescadores,
no confía en augurios
ni en predicciones metereológicas.
El invierno madura en ráfagas inéditas.
Mas, ¿de dónde llega el viento?
De Texas, de Pánuco, de Tuxpan, de la Antigua.
No del mar, sino de la tierra,
no de oriente sino del norte.
En el litoral del Golfo,
el invierno es una necesidad de los sentidos.
Por eso prefiero tierra firme,
a pesar de ti y de tus consignias:
“Amarás al mar por sobre todas las costas
y al viento próximo como a ti mismo.
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