Tenía la certeza de que era virgen porque sólo ella era capaz de desordenar las crines de mi unicornio. Llamémosla Lizette, llamémosla por a gramática de una guerra santa hincando las correas a su cintura. Llamémosla por una caja de resonancia al tamaño de siete rondas inventadas para el juego de sus telas. Lizette o guardiana de las columnas de templo griego en donde ningún sacrificio ha sido llevado a cabo ni por hombres ni sus excesivos duplicados. Llamémosla por ese nombre y que detenga súbito sus paseos cuando se reinventa el oleaje de este puerto. Pero hela allí, caminando sin producir sombras entre las noches de un país de vendas y escayolas. Mi unicornio relincha, inclina la cabeza y ella pasa la mano por la espiral del cuerno.
Mucho de esto tiene lugar en lo que tradicionalmente ha sido llamado "Los Portales", una calle mecida del viejo Veracruz, donde sus cortinas metálicas han resistido la ocupación del peregrino cuatro veces heroicas. Ahora que los norteamericanos y los franceses se han ido, los cubanos se han adueñado de la fiesta. Por el momento, los relojes de despacho ya defenestraron al fantasma del malhumor y máscaras de música desdentada han llegado a reinar, permitiendo a mi unicornio y a mí volvernos a encontrar en el principio musical de los disfraces. Mientras tanto yo, quizás pude agacharme para pasar mis dedos por el aceitoso pellejo de la iguana. Todo ese peso de mi hombro izquierdo podía quedarse así a esperar por las comparsas en mi apartado de mesa. Observar un carnaval exige determinado ritual. Uno debe esperar y no respirar muy profundo si se tiene intenciones de disfrutar el congreso de confeti y palmeras pintadas de cal. Mucho de esto va teniendo lugar a la intemperie de las lentejuelas y la mugre, cuando ella volteó por encima de la grupa de mi unicornio y me sonrió.
-A partir de los trece años -me dijo, circundando mi cuello con su pañuelo estampado para invitarme a caminar -con la palabra enigmática del primer beso, me tuve la seguridad de que alguien importante y muy amable habría adquirido este paliacate de algún viejo rosal y pagado su precio justo en ochos cuartos.
Yo me dejaba conducir endurecido como un globo. La mente como un cenagal de respuestas sensuales, más ninguna satisfactoria. Detrás nuestro, mi unicornio nos seguía invisible. Sentí un dardo de inconformidad en la nuca, a pesar de todo. La perfección siempre me provoca este malestar.
-¿Cuándo fuiste reina del carnaval? -pregunté.
La fecha de referencia que dio databa de unos cien años o más. No quise ahondar en detalles, luego existe un folletín turístico atrás de la vidriera. Manual de sugerencias para comprar y comer en el Veracruz de temporada alta, más en ninguna de sus páginas se halla como adaptarse al cambio de la pulpa climática. Se hojea rápidamente, pero el mercurio baja dos grados en vano. Se sufre en rodaja de piña o jícama, se sufre en unami.
La perfección siempre me provoca este malestar.
-Me llamo Edmundo -le dije -y me hallo en estas playas porque imagino que el naufrago del Antelope no fue Gulliver, sino Andrea Palma.
La brisa recoge todo lo que perdimos y ella me jala del brazo para ponernos a merced del pedestal sobre los pliegues ecuatoriales del césped. Extiende la mano para leer con las yemas la placa remachada contra el cemento carcomido y me refiere la historia de cómo Veracruz resistió la ocupación norteamericana. El orín también da flores en los surcos del cobre.
-In Memoriam, dice sobre esta piedra preciosa
-Lizette, es sólo granito…
-A mí me gusta mucho...¿Lo puedes traducir por mí, de nuevo?
Lo volví a leer con mejor acento.
Se me quedó viendo por un momento, como si quisiera agregar algo más, luego negó con la cabeza y sonrió con asfixia. Nos sentamos en una banca. Mi unicornio esperaba entre el ramaje, mutilado de tajo por luz y sombra.
-¡No creas que te he olvidado! -le dije -¡Espera un poco! ¡Sé paciente!
Ella continúa hablando sobre la inexistencia de Dios y yo buscando mi sordina de cuando la luna es un ojo de pescado. Nuestra conversación se erige en una fuente, nos baña por distintas aristas y sólo nos reúne en las intersecciones de silencio al final de cada frase. Ella encuentra todos estos actos de habla como si, al roce de tu dedo, el aire se astillara. La sucesión de la escritura no permite la simultaneidad. Las irrealidades que traten de romperla no son más que meros experimentos de la ropa puesta a secar.
-En el desfile de aquí abajo no se ve nada -la gente cuchichea esto a nuestro paso y el arlequín dedica toda su vida a enterrar las uñas en el pavimento, para escarbar antiguos abanicos y manuscritos. Lizette se separa de mí y corre con la venda de la rumba en los ojos. No me interesa el baile en pos del tranvía.
-¡Lizette! -grito hasta hacer saltar las escamas.
Me hallo renuente a perseguirla por el pasillo de sudor sin salida, lo que constituye una reacción chocante llevada al plano de la cirugía, pero ella se aleja y se aleja. La batucada del color de lo que toca queda en lugar del golpe al muro, luego vendrá después la demolición con explosivos con el fin de despintar su ideograma colonial. Todo lo que se ve del disco giratorio en un teléfono se le puede arrancar y llevarlo a vender a una tienda, pero el sistema piramidal no admite caerse ni sustituir a los abuelos. Temo por su seguridad entre el ritmo de tantísima gente fundida. Imposible. Ella ha estado muerta desde el primer día del mundo.
-¡Detente, Lizette! ¡Ordeno que te detengas!
Me toma del dedo meñique y se arremolina a mis pies. Tantos pares de ojos vienen dando aviso de la altura de su cuerpo, que no hallo otra cosa más casual que la ceguera amarilla de una candileja, en el terreno prohibido, para abrazarnos, temblando.
-¡Escúchame! -le convido mi plegaria al oído -¡Nuestro tiempo se ha agotado y te mentí! ¡Mi unicornio jamás habría permitido que lo tocaras si no fueras pura...pero yo no lo soy, salvo de perder la cortesía, y porque la semejanza es un juego a escondidas!
Ella acaricia una plana de mi rostro. No hay lágrimas en sus ojos, pues bien sabía que ella y yo constituíamos las dos caras de una misma moneda, devaluada e imposible de gastarse. Precisa acuñación de dos viejos reinos largamente extintos, arrebatada para sumir hasta el origen el ombligo de un recién nacido. Ella nunca había amado y yo lo había hecho con exceso. La autocompasión es una cosa tan delicada como el dinero a ras de los ojos del amor, recurre siempre a su nombre secreto y, aunque dicho, siempre se repetirá con voz baja. El unicornio sacude la cabeza y nos mira. Ni siquiera hubo que tolerar el dolor agudo que penetró en la base del cuello, en una mano, en el estómago. La cabeza incendiada con tétanos y sus ojos humedeciéndose de agonía por la pérdida de la eternidad. Lizette giró su cabeza para mirar la bruma de ultraje por última ocasión y se percató que la mágica bestia tenía miedo también. Entonces los colores se desangraron uno a uno: rojo, azul cobalto, duda, verde manganeso, afección, contemplación, naranja, violeta, compasión, ironía, pecado, sepia. Todos se vaciaron, ninguno opuso resistencia...cada uno pasando a un tono más gélido en todo momento, hasta desaparecer. Algún polen de amarillos, murmullos de aquamarina, palideces de blanco y, al final, el maravilloso oro del tormento: opaco, sucio, enteramente reducido a un metal. El torbellino de vapores de lo que constituyó su fantasma se ancla al zodíaco y mi unicornio igualmente desaparece a mitad del sueño premeditado del miércoles de ceniza. El niño pide otra limosna de días feriados cerca de la barda episcopal y los barrios de Veracruz vuelven apoyar los codos en el mostrador inexistente. Lizette fue insuficiente para albergar la quema del monigote. Ya renacerá en otra fiesta carnestolenda, en otra mujer todavía desconocida. En esa próxima ocasión, el amor ya no la destruirá. Para esa ocasión, hasta corra con mejor suerte. La misma suerte que ahora bate su cuerno, dejando un cielo de naves rasgadas.
Mucho de esto tiene lugar en lo que tradicionalmente ha sido llamado "Los Portales", una calle mecida del viejo Veracruz, donde sus cortinas metálicas han resistido la ocupación del peregrino cuatro veces heroicas. Ahora que los norteamericanos y los franceses se han ido, los cubanos se han adueñado de la fiesta. Por el momento, los relojes de despacho ya defenestraron al fantasma del malhumor y máscaras de música desdentada han llegado a reinar, permitiendo a mi unicornio y a mí volvernos a encontrar en el principio musical de los disfraces. Mientras tanto yo, quizás pude agacharme para pasar mis dedos por el aceitoso pellejo de la iguana. Todo ese peso de mi hombro izquierdo podía quedarse así a esperar por las comparsas en mi apartado de mesa. Observar un carnaval exige determinado ritual. Uno debe esperar y no respirar muy profundo si se tiene intenciones de disfrutar el congreso de confeti y palmeras pintadas de cal. Mucho de esto va teniendo lugar a la intemperie de las lentejuelas y la mugre, cuando ella volteó por encima de la grupa de mi unicornio y me sonrió.
-A partir de los trece años -me dijo, circundando mi cuello con su pañuelo estampado para invitarme a caminar -con la palabra enigmática del primer beso, me tuve la seguridad de que alguien importante y muy amable habría adquirido este paliacate de algún viejo rosal y pagado su precio justo en ochos cuartos.
Yo me dejaba conducir endurecido como un globo. La mente como un cenagal de respuestas sensuales, más ninguna satisfactoria. Detrás nuestro, mi unicornio nos seguía invisible. Sentí un dardo de inconformidad en la nuca, a pesar de todo. La perfección siempre me provoca este malestar.
-¿Cuándo fuiste reina del carnaval? -pregunté.
La fecha de referencia que dio databa de unos cien años o más. No quise ahondar en detalles, luego existe un folletín turístico atrás de la vidriera. Manual de sugerencias para comprar y comer en el Veracruz de temporada alta, más en ninguna de sus páginas se halla como adaptarse al cambio de la pulpa climática. Se hojea rápidamente, pero el mercurio baja dos grados en vano. Se sufre en rodaja de piña o jícama, se sufre en unami.
La perfección siempre me provoca este malestar.
-Me llamo Edmundo -le dije -y me hallo en estas playas porque imagino que el naufrago del Antelope no fue Gulliver, sino Andrea Palma.
La brisa recoge todo lo que perdimos y ella me jala del brazo para ponernos a merced del pedestal sobre los pliegues ecuatoriales del césped. Extiende la mano para leer con las yemas la placa remachada contra el cemento carcomido y me refiere la historia de cómo Veracruz resistió la ocupación norteamericana. El orín también da flores en los surcos del cobre.
-In Memoriam, dice sobre esta piedra preciosa
-Lizette, es sólo granito…
-A mí me gusta mucho...¿Lo puedes traducir por mí, de nuevo?
Lo volví a leer con mejor acento.
Se me quedó viendo por un momento, como si quisiera agregar algo más, luego negó con la cabeza y sonrió con asfixia. Nos sentamos en una banca. Mi unicornio esperaba entre el ramaje, mutilado de tajo por luz y sombra.
-¡No creas que te he olvidado! -le dije -¡Espera un poco! ¡Sé paciente!
Ella continúa hablando sobre la inexistencia de Dios y yo buscando mi sordina de cuando la luna es un ojo de pescado. Nuestra conversación se erige en una fuente, nos baña por distintas aristas y sólo nos reúne en las intersecciones de silencio al final de cada frase. Ella encuentra todos estos actos de habla como si, al roce de tu dedo, el aire se astillara. La sucesión de la escritura no permite la simultaneidad. Las irrealidades que traten de romperla no son más que meros experimentos de la ropa puesta a secar.
-En el desfile de aquí abajo no se ve nada -la gente cuchichea esto a nuestro paso y el arlequín dedica toda su vida a enterrar las uñas en el pavimento, para escarbar antiguos abanicos y manuscritos. Lizette se separa de mí y corre con la venda de la rumba en los ojos. No me interesa el baile en pos del tranvía.
-¡Lizette! -grito hasta hacer saltar las escamas.
Me hallo renuente a perseguirla por el pasillo de sudor sin salida, lo que constituye una reacción chocante llevada al plano de la cirugía, pero ella se aleja y se aleja. La batucada del color de lo que toca queda en lugar del golpe al muro, luego vendrá después la demolición con explosivos con el fin de despintar su ideograma colonial. Todo lo que se ve del disco giratorio en un teléfono se le puede arrancar y llevarlo a vender a una tienda, pero el sistema piramidal no admite caerse ni sustituir a los abuelos. Temo por su seguridad entre el ritmo de tantísima gente fundida. Imposible. Ella ha estado muerta desde el primer día del mundo.
-¡Detente, Lizette! ¡Ordeno que te detengas!
Me toma del dedo meñique y se arremolina a mis pies. Tantos pares de ojos vienen dando aviso de la altura de su cuerpo, que no hallo otra cosa más casual que la ceguera amarilla de una candileja, en el terreno prohibido, para abrazarnos, temblando.
-¡Escúchame! -le convido mi plegaria al oído -¡Nuestro tiempo se ha agotado y te mentí! ¡Mi unicornio jamás habría permitido que lo tocaras si no fueras pura...pero yo no lo soy, salvo de perder la cortesía, y porque la semejanza es un juego a escondidas!
Ella acaricia una plana de mi rostro. No hay lágrimas en sus ojos, pues bien sabía que ella y yo constituíamos las dos caras de una misma moneda, devaluada e imposible de gastarse. Precisa acuñación de dos viejos reinos largamente extintos, arrebatada para sumir hasta el origen el ombligo de un recién nacido. Ella nunca había amado y yo lo había hecho con exceso. La autocompasión es una cosa tan delicada como el dinero a ras de los ojos del amor, recurre siempre a su nombre secreto y, aunque dicho, siempre se repetirá con voz baja. El unicornio sacude la cabeza y nos mira. Ni siquiera hubo que tolerar el dolor agudo que penetró en la base del cuello, en una mano, en el estómago. La cabeza incendiada con tétanos y sus ojos humedeciéndose de agonía por la pérdida de la eternidad. Lizette giró su cabeza para mirar la bruma de ultraje por última ocasión y se percató que la mágica bestia tenía miedo también. Entonces los colores se desangraron uno a uno: rojo, azul cobalto, duda, verde manganeso, afección, contemplación, naranja, violeta, compasión, ironía, pecado, sepia. Todos se vaciaron, ninguno opuso resistencia...cada uno pasando a un tono más gélido en todo momento, hasta desaparecer. Algún polen de amarillos, murmullos de aquamarina, palideces de blanco y, al final, el maravilloso oro del tormento: opaco, sucio, enteramente reducido a un metal. El torbellino de vapores de lo que constituyó su fantasma se ancla al zodíaco y mi unicornio igualmente desaparece a mitad del sueño premeditado del miércoles de ceniza. El niño pide otra limosna de días feriados cerca de la barda episcopal y los barrios de Veracruz vuelven apoyar los codos en el mostrador inexistente. Lizette fue insuficiente para albergar la quema del monigote. Ya renacerá en otra fiesta carnestolenda, en otra mujer todavía desconocida. En esa próxima ocasión, el amor ya no la destruirá. Para esa ocasión, hasta corra con mejor suerte. La misma suerte que ahora bate su cuerno, dejando un cielo de naves rasgadas.
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