Invento un campo sembrado de
Vestidos bonitos… Un campo sin ternura.
Pero, ¿quién habla de ternura? Sólo
Conozco de ella el gusto amargo.
Tahar Ben Jelloun
Georgina abrió los ojos y cerró las llaves de la regadera. Digna y displicente, dejó que mis labios escurrieran con lentitud por su cuerpo mientras el agua cesaba de golpe su vertiginoso descenso a manos libres.
Habían pasado varios meses desde que la conocí en una fiesta insustancial y pretenciosa, a la cual yo había acudido con el único fin de ser presentado ante ella. Allí, en medio de faunos torpes y sedicentes ninfas, Georgina ondeaba su autoritario lívido cual pabellón mordaz, imperial e independiente. Entonces constaté la fama que había precedido a mi curiosidad.
Allí mismo di por iniciado el asedio. Después vendrían mil ruegos, fracasos y desplantes, luego de los cuales, por fin, pude allanar sus dominios, sus cuartos, su madriguera – bandolera ortodoxa, como a una dama de alcurnia no le gustan los moteles, los lugares insólitos, ni las casas de sus amantes. Suele ser pragmática y meticulosa en las suertes del cortejo: sus reglas suponen, para el amante en potencia, una lista interminable de temas intocables y otras prohibiciones específicas.
-Cuando salgas con Georgina- solía aconsejarme Abraham, su ex marido, un comerciante de telas judío venido a menos durante la crisis del noventa y cinco-, abstente de hablar de tu bendita literatura, de política internacional o de cine noruego. Todo eso, para ella, no son sino pasatiempos inútiles, laberintos tortuosos, inabordables y lejanos.
-No se te ocurra nunca invitarla a un restaurante chino- me había sugerido Pietro, un cheff italiano, amante suyo por algún tiempo, jefe de cocina de un restaurante de lujo-, tampoco la comida francesa es de su agrado, no soporta demasiado condimento. Sus gustos culinarios son rudimentarios y desesperantes, por eso terminamos. Así que olvida, tú, mexicanito hasta las cachas, cíclope valiente de baraja de lotería, el picante y el exceso de grasa cuando compartas con ella.
-La güera aborrece la música de los sesenta- me advirtió Víctor, un poeta amigo mío que por pura suerte había logrado aprobar los requisitos mínimos para acostarse con ella-. Su fobia alcanza, incluso, a los covers más recientes de los clásicos antiguos. Tendrás que renunciar a la estrategia que sueles usar con chicas tan jóvenes como ella; adiós, por ejemplo, a todo intento de alabar la versión de Oasis a I’m The Walrus....
Georgina cerró los ojos y abrió ligeramente las piernas. Yo había sido sumamente cuidadoso. Su vientre fluía con voluptuosidad sobre la cuenca de mi boca.
-No muerdas ni succiones sus senos- susurraba una voz no identificada-, puede considerar eso una agresión.
Sí, había sido demasiado cuidadoso. Ella se deshacía entre mis labios como yo habría de deshacerme bajo sus sábanas. Había renunciado a muchas cosas, pero el precio parecía infinitamente justo. Poco importaba la autosuficiencia de su sexo, ni que yo, a sus pies, me recordara a un emigrante de algún relato marroquí ante su amante blanca, absurdamente racista.
-Nada de ternuras después del coito. Cuando te vayas, si Georgina duerme, no la despiertes ni le digas adiós. Toma el dinero sobre el buró de la cama y cuando vuelvas a verla actúa como si no hubiera ocurrido nada. Hazlo así o no habrá una próxima vez.