Decidió no esperarlo más, saltarse el protocolo de las llamadas mutuas a altas horas de la noche sólo por sentirse dulcemente asediada, como cuando tenía veinte años y el corazón indemne (muchas veces se preguntó que tendría que ver esa “bombita sangrante” con el amor). En consecuencia, tampoco aguardaría hasta el día siguiente para descubrirlo desde la comodidad de la ventana de su cuarto, ávida espectadora, entre la luz del domingo, volteando a un lado y otro antes de cruzar la acera, después de dejar el auto a la vuelta de la casa porque, según él, “nunca hay lugar donde estacionarse en esta insufrible ciudad”.
No, aquello no podía seguir. Decidió que ya era hora. Seguir esperando era demasiado.
Ya había esperado al primer marido para entregar por primera vez su cuerpo, lo mismo que al primer amante para confirmar que nada es para siempre. Luego llegaron otros a accidentarse y dejarse caer sobre la línea discontinua del pavimento, semejando una larga fila de víctimas o victimarios que nunca supieron conducir su alma de mujer inmanejable, sin asomar la cara por la ventanilla y vociferar en contra del tránsito lento de los días, paradójicamente vertiginosos.
Había estado pensando en él toda la tarde, masturbándose en silencio –porque ¿qué dirían los vecinos?- primero limpia, suavemente; ruda después, aferrándose al vibrador como a un crucifijo absolvente, fetiche religioso que ella maniobraba como en un cambio de velocidades.
-Juliana, Juliana- se había escuchado a sí misma susurrante en los oídos, y su nombre había sonado lejano y temido, como si invocarse a sí misma la convirtiera en su propio amante; un ser hermafrodita: ELLA el hombre, la madre y el santo espíritu, bendiciendo urbi et orbi desde su nube artificial de orgasmos instantáneos “marca Acme, por supuesto” ( ¡ay, esa inmadura afición de su primer marido por las malditas caricaturas!).
La extemporánea alusión había roto el encanto y ella se adivinó sola desde hacía muchos hombres.
-Juliana, Juliana-¿Quién persistía en llamarla a través de la distancia y la nomenclatura citadina? -Juliana, Juliana- Definitivamente no esperaría más. Se vistió de prisa, sudada y con el deseo insatisfecho, sin el consabido cuidado en el maquillaje ni en la perfecta y proverbial coordinación de sus ropas. Bajó las escalera, salió a la calle, abrió la portezuela de su auto, encendió el motor; la noche corría precipitada.
No, aquello no podía seguir. Decidió que ya era hora. Seguir esperando era demasiado.
Ya había esperado al primer marido para entregar por primera vez su cuerpo, lo mismo que al primer amante para confirmar que nada es para siempre. Luego llegaron otros a accidentarse y dejarse caer sobre la línea discontinua del pavimento, semejando una larga fila de víctimas o victimarios que nunca supieron conducir su alma de mujer inmanejable, sin asomar la cara por la ventanilla y vociferar en contra del tránsito lento de los días, paradójicamente vertiginosos.
Había estado pensando en él toda la tarde, masturbándose en silencio –porque ¿qué dirían los vecinos?- primero limpia, suavemente; ruda después, aferrándose al vibrador como a un crucifijo absolvente, fetiche religioso que ella maniobraba como en un cambio de velocidades.
-Juliana, Juliana- se había escuchado a sí misma susurrante en los oídos, y su nombre había sonado lejano y temido, como si invocarse a sí misma la convirtiera en su propio amante; un ser hermafrodita: ELLA el hombre, la madre y el santo espíritu, bendiciendo urbi et orbi desde su nube artificial de orgasmos instantáneos “marca Acme, por supuesto” ( ¡ay, esa inmadura afición de su primer marido por las malditas caricaturas!).
La extemporánea alusión había roto el encanto y ella se adivinó sola desde hacía muchos hombres.
-Juliana, Juliana-¿Quién persistía en llamarla a través de la distancia y la nomenclatura citadina? -Juliana, Juliana- Definitivamente no esperaría más. Se vistió de prisa, sudada y con el deseo insatisfecho, sin el consabido cuidado en el maquillaje ni en la perfecta y proverbial coordinación de sus ropas. Bajó las escalera, salió a la calle, abrió la portezuela de su auto, encendió el motor; la noche corría precipitada.
- ¿Por qué no esperas otro poco, Juliana Penélope? ¿A quién vuelas a encontrar, Penélope Juliana, al volante de un auto que cada vez más se convierte en un punto rojo en medio de los mapas enrevesados?
2 comentarios:
he tomadounafrasedeahi...lausare...como el vibradordesu protagonista a findeespantar ciertos demonios...
Es que si, esperar, desespera. Al final, agarro mi tejido donde se puede leer la palabra "auxilio" y cruzo la frontera a ver a la Penny Lopez y comer frijoles diez veces seguidas en la primera fonda de Tijuana. Ameno trabajo como todos a los que me tienes acostumbrado. Saludos.
GF
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