lunes, 12 de enero de 2009

SUICIDIOS EJEMPLARES. Por Gabriel Fuster.



Cuando cumplí los ocho años, recibí mi bautizo de agua lustral.
Anterior a esa edad, mi idea sobre la vida era diferente. Vivía con mi papá y mi mamá y no tenía hermanos, siendo que el animal racional halló la forma de vivir entre los tabúes juiciosamente respetados y la ropa con almidón. Pero ellos decidieron tener otro hijo. Una niña, la pareja ansiada. Y en ese preciso instante se me fincó la responsabilidad de cuidar a la recién nacida. Esto me molestaba por tres razones: a) No era mi hija, b) no sabía pronunciar la palabra responsabilidad, mucho menos escribirla, y c) yo tenía 8 años. A la edad de 8 ocho años se supone que la única actividad permitida por la legislación y la costumbre es jugar. Toda mi capacidad psicológica y motriz estaba diseñada para jugar. Y me gustaba jugar y correr, patear la pelota, chocar los carritos de metal, formar los soldados de plástico, etcétera. Al mismo tiempo, conservaba cierta viveza para la escuela, pero miraba el reloj, el brazo largo persiguiendo al brazo corto, hasta que la campana de recreo sonaba y entonces salía al patio a jugar. Así crecí y avancé en mis grados primarios sustentando esta teoría, en letras rojas: Después de las tablas, tableros. Pero un día, que el dolor de cabeza mortificaba a mi mamá, ella puso a mi cuidado a su hija de 6 años, antes de salir en compra de tabletas.
-Quiero que te pongas a cuidar a tu hermana Mina.
-No quiero.
En realidad no dije eso, pero lo pensé. En su lugar hice mutis, ¿Qué otra cosa podía hacer? A los ocho años, los gritos de los adultos sobre tu cara generalmente te provocan perder el habla y parpadear con intensidad. El problema que cambiaba la respiración del estómago era que a mi hermana Mina no le estaba permitido jugar entre las casas de naipes del vecindario, lo cual implicaba un circuito del mismo tamaño que lo decide la pecera de los carpines dorados, ergo yo no podía salir a jugar con los demás niños. Una alternativa es hacerlo a través de la ventana de tu casa, mientras sea más grande que la pared, pero los niños del barrio piensan que eres presa de una enfermedad. No es igual. Por todo esto, el momento que mi mamá cerró la puerta tras de sí, yo empecé a cavilar la manera de escapar a la disciplina. Así que me transfiguré en iluminado embustero.
-Mina, tú vas a ser grande como yo algún día.
Ella se sentía tan orgullosa cada vez que me escuchaba decirle eso. Mina se queda mirando con obediencia el color de mi lengua, tirando de sus trenzas hasta el desinfle total. Sabía que había atrapado su interés, luego mantuve la presión irremediablemente al piano, para favorecer mi nota más dulce aún.
-Una de las cosas que te hacen ser grande es ser puesto a prueba ¿Qué dices? ¿Tú quieres ser grande?
-Yo quiero ser grande, yo quiero ser grande –repite, aplaudiendo de gusto.
-Bien, te vamos a poner a prueba hoy
Mina asienta con la cabeza, enderezando la columna. Se halla lista para entrar al caldero hirviente, tomándome la mano. La conduzco a la silla mecedora.
-Quiero que te sientes un rato allí y no te muevas.
Mina asiente con la cabeza y trepa a la mecedora igual que el sube y baja.
-Ahora voy a ser invisible por un rato. No me podrás ver, pero yo te estaré cuidando si te mueves del lugar, excepto para ir al baño. Ahora cierra los ojos y no los abras hasta que te toque los hombros.
Mina asiente otra vez y cierra los ojos. Concentrada, se rasca las pecas de una mejilla.
-Estoy seguro que podrás hacerlo. Otra cosa. Si mamá pregunta si te deje sola en algún momento, ¿Qué le dirás?
Mina abre los ojos y me mira fijamente. Abre la boca un par de veces bajo el desgaste de los besos, pero no me da una respuesta.
-Mina, te tardas mucho en contestar.
Mina luce una cara extraviada y lastimada al acercarle todos los focos, al gritarle su penetrante inquisidor. Me preocupa haberme propasado, pero ésta sobrevive el mediodía para conjugar la afirmación digna de aplauso al final.
-Le diré que estuviste aquí todo el tiempo.
Yo sonrío, ella sonríe. La tarde instila mi disfraz, luego salgo a la calle a jugar. Brinco, giro, doy maromas. Todo estaba fríamente calculado como esta dura forma de partir de los trenes en la lluvia. Cinco minutos antes del regreso de mamá en esa hipótesis de compras, ya me encontraba corriendo de regreso a casa.
Mina permanecía sentada en la mecedora.
-Te moviste dos veces –acusé, con el aliento fatigado.
-¿Cómo sabes?
-Te dije que te estaría cuidando aunque no me pudieras ver.
-Bueno, fui al baño dos veces.
-Lo sé, nomás quería ver si me mentías y te crecía la nariz.
-¿Lo hice bien?
-Ni que lo digas. Ya llenas mis zapatos.
Aunque me cueste creerlo, Mamá llega a casa y me golpea con su propia zapatilla. Asustada por las fisuras frías que atraviesan la sala, Mina adquiere mi culpa.
-Soy mentirosa, no fui al baño. Te fui a buscar.
Hago señas que guarde silencio. Mamá vuelve a pellizcarme la oreja.
-¿A qué se refiere tu hermana?
Yo busco comportarme como los suicidas que tienen a la mano su carta póstuma.
-¡Lo confieso, soy culpable! ¡Yo le dije que me hice invisible!
-Bien, veamos que dice tu padre cuando escuche tu explicación sobre óptica y el punto ciego.
-Juro que no dije nada de nuestro juego de las escondidas, hermano.
Para ser honesto, no me importa. Cuanto me roba el sueño es lo que no logro adivinar cómo supo mi mamá que desobedecí y salí a la calle. Llega la urgencia de saber: he aquí un misterio que impone respeto, porque un disparo al aire provoca un alud de nieve.
-Me hice chiquita, del tamaño de un dedal y los estuve cuidando desde un cajón, sin que me pudieran ver.
Trato de imaginar esa posibilidad con el advenimiento de la miniaturización de los dispositivos electrónicos, pero los tubos de vacío son muy jóvenes en un tiempo demasiado viejo. Al día siguiente, fui a pisotear Lilliput. Me volví paranoico. Cuatro décadas posteriores, cada vez que quiero gastármela en una madrecita, finjo leer un contrato. Pero esas son las extrañas cosas que tus padres te inculcan y nunca se olvidan. Pequeñas imágenes como ésta, cuadros que te paran de cabeza: Me hice chiquito, del tamaño de tu conciencia.

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