Poesía, crónica, deportes, recetas de cocina, cultura en general y otros chacoteos inútiles
sábado, 30 de mayo de 2009
LA OTRA CARNE BLANCA. Por Gabriel Fuster.
Una pareja llamada Sus scrofa domestica y Petunio
pasaron la luna de miel con los ombligos uno en uno,
pues en su presura de consumar el momento
confundieron el lubricante con un pegamento
y por ello, cada orgasmo dura hasta treinta minutos
aunque del revolcado en lodo, pasamos al susto
cuando al decir oinc, se nos escapa un estornudo.
Como si no fueran suficientes los líos
del halal musulmán y el cashrut judío,
ahora la otra carne blanca es el moderno bruno.
miércoles, 20 de mayo de 2009
ESTA VEZ SERÁ LA ÚLTIMA Por Jesús Garrido
La filología del cambio, me dices, es sublevación de lo imprevisto, renovación de la experiencia, afirmación de lo impensado. Hay en ti una contradicción que se rebela, que llora y se levanta de su mullido asiento, a la derecha del padre, tan lejos de mí, tan cerca de otros hombres. Nada de lo mío te apetece, he dejado de ser la “ilusión de lo aparente”, tu “psique gemela”, “la ternura de lo ambiguo”.
¿Qué quieres que diga para que desistas? Deja las cosas así, tal como hasta ahora , nada de revoluciones de archivo ni cierres de ejercicio precipitados. Olvida los sinsabores últimos, la pereza y el hastío, la falta de vigor en el acecho, la mansa mirada de estos tres tristes días convictos. Ya vendrán mejores fines de semana.
Te he comprado flores, yo que ni a mi madre dirijo la palabra. Esa dureza te encantaba, pero veo que las cosas han cambiado.
-Yo soy así-replicas-conoces mi naturaleza. He dejado de sentirme cómoda contigo, o quizá sea exactamente a la inversa, me siento demasiado relajada y esa no es la imagen que quiero de mí misma.
Pero te he comprado flores. ¿A poco crees que me gusta hacerme el cursi o lanzarte este discurso lastimero?, ¿A poco crees que me gusta tanto Benedetti como para encima estudiarlo, poner el viejo audilibro "con la voz de su autor" y escuchar aquello de nadie nunca te reemplaza y las cosas más triviales se vuelven fundamentales porque estás llegando a casa, sólo porque a ti te encanta? Y deja ya ese acento argentino, que Benedetti era uruguayo.
-Lo nuestro no era para siempre, yo no soy mujer de un solo hombre-, si parece que te oigo por encima de tus clases de semiótica o semiología, que para mí es lo mismo y para ti es como la Biblia y el Corán, como el agua y el aceite, como Woody Allen y Walter Lanz.
-Se que te duele, pero el amor y el dolor son dos buenos hermanos- parafraseas baudelairamente mientras tu rostro parece exigir ser canonizado-. El tedio hace que surja en mi la necesidad de irme, de ser distinta; no sé, pintarme el alma, soltarme el pelo, conocer otros hombres-, tu voz fluye tranquilamente, como la de quien entrega un informe de rutina a un superior benévolo y complaciente.
¿Qué quieres que yo haga?, a mí no me gusta Benedetti.
Y luego me restregas el arsenal histórico, favorito de las intelectuales de bolsillo, que condena al hombre por los delitos de opresión, discriminación, violación de los derechos humanos y divinos, en contra de todas las mujeres, desde el comunismo primitivo hasta la globalización de lo monótono. Si sólo falta que me digas que yo soy tu medievo y que precisas ser absolutamente moderna. A mí, que me importa un comino si estudias o trabajas, si haces o deshaces las camas, si comemos fuera o dentro de casa, si te pones minifalda o te la quitas, pero que te amo tanto como si no fueras tú misma.
Te vas, pero esta vez será la última. Tu cuerpo solía ser un instrumento preciso entre mis manos. Pero todo cambia, dices, y al mirarte me doy cuenta que así es. Tu cuerpo es bello, tu cuerpo sintetiza la estética del cambio, método de ruptura, tradición del olvido.
-¿Qué quieres tú que yo haga?- esta vez reconozco más fácilmente la cita.
Nada, te digo, deja las cosas así, no digas más.
CUANDO ÉRAMOS NIÑOS Por Mario Bennedetti.
Mario Benedtti, niño.
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llanan
o existía.
luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente
una palabra
ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.
ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verda
del océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a serla nuestra
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llanan
o existía.
luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente
una palabra
ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.
ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verda
del océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a serla nuestra
lunes, 11 de mayo de 2009
La reportera Laura Haddad.
Nuestra amiga Laura Haddad envía esta foto de apenas ayer (día de las madres) así como un cuento, con el siguiente recado: Esperaba enviártelo para que lo publicaras en febrero, pero no lo encontré antes. Empero, aquí está. Puedes advertir a los lectores de tu espacio que es "un cuento de febrero en mayo", pero pu's... En una época donde el cambio climático está haciendo florear a las nochebuenas y otras flores a distiempo, pues se vale, no?
Té para tres. Por Laura Haddad
Miguel despertó esa mañana y realizó su rutina diaria como un día cualquiera. Pero aquél no era uno así, sino 14 de Febrero, y mientras entre esos cuatro muros ocurrían cosas cotidianas entre él y su compañera de alcoba, afuera -por las calles-, se notaba el desfilar de seres que portaban cajas de chocolates, racimos de flores, muñecos de peluches, globos y demás fetiches que simbolizan al órgano vital humano, al cual se le ha hecho responsable del sentimiento amoroso.
En la pantalla del televisor el payaso comentador de noticias matutinas se burlaba de la ridícula costumbre de celebrar el amor de una manera tan burdamente mercantil. Miguel asentaba con la cabeza a todos los comentarios salidos de la boca del conductor, en señal de aprobación. Fue entonces cuando súbitamente recordó el compromiso asumido días antes con aquella muchacha, que había conocido un par de meses antes.
Por una broma del destino, la chica y él habían comenzado a trabar una aparente e inocente amistad, que él pensaba culminar en la cama de un motel, en un futuro próximo.
Ella había llegado a su vida sin aviso, justo cuando él se matizaba de monotonía y gris, bajo el cobijo de una relación que no aspiraba más que a la comodidad de la compañía mutua.
A Miguel, la joven le parecía diferente a, e igual que, todas las mujeres de su vida. La chica, por su parte, jugueteaba con él como lo hacía con otros, más jóvenes y por ello, también menos deseables en sus fantasías de veinteañera.
Para celebrar el “Día de los Enamorados”, ambos acordaron intercambiar regalos como un par de románticos cursis, siguiendo las reglas dictadas por los spots comerciales, que cada año invitan a demostrar el afecto con la compra de regalos inútiles y ostentosos.
Pero en este momento Miguel tenía que darse prisa: se aproximaba la hora de llegar a trabajar y aún no adquiría lo que su reciente conquista había pedido para la ocasión, y que abriría la puerta formada por sus labios y piernas. Como una chiquilla, la chica deseaba un osito de peluche y mientras él lo compraba, adivinó el ridículo que estaba a punto de hacer al llegar a la oficina con el regalo revestido de papel china rojo, metido en una bolsa de cartón. Cuando finalmente llegó, creyó escuchar los comentarios burlones de sus compañeros de trabajo, quienes lo tildaban de un tipo aislado y ácido en su trato.
Alguien lo cuestionó sobre la bolsa de regalo con malicia. Miguel contestó alardeando que era un obsequio para una chava que quería con él, pero la verdad era otra: era él quien deseaba a la joven como no a otra mujer y esperaba que con el gesto, finalmente ella se dejara seducir.
Después de concluir su jornada laboral, la hora de la cita estaba próxima y con prisa se encaminó hacia el lugar convenido. Hubo primero que mentirle a la mujer madura que se quedó en casa esperándolo junto a la cena, flores y velas puestas sobre la mesa del comedor, pretensión inútil por reencender una pasión perdida.
Él llegó temprano a la cita. Ansioso esperaba mirar, de un momento a otro, la sonrisa que tan entusiasmado lo tenía durante las últimas semanas de su aburrida vida. Pero era un maestro del disimulo y los demás sólo observaban a un hombre cincuentón portando una bolsa con dos corazones dibujados y un gran moño rojo, que estaba a la espera y detenía su mirada en cada muchacha que pasaba frente a sus ojos…
Ella llegó. Entre sus ropas portaba el regalo prometido. Se trataba de un amuleto. Después de las rigurosas cortesías, se dirigieron a una cafetería cercana donde él comenzó el juego del cortejo. Luego, los dos caminaron sin rumbo para detenerse en un parque poco concurrido. Miguel entregó a la chica el osito de peluche y ella el amuleto.
Sorprendido, Miguel preguntó el por qué del talismán obsequiado: “espero ayude a quitar la tristeza de tus ojos”, respondió la joven.
Embustero, mejor respuesta no pudo tener. Aprovechó la conmiseración de su acompañante para armar la mejor treta. Relató una historia falsa. Se describió como un solitario y desdichado por serlo, cuya única felicidad la había encontrado en ella. La volvió una Diosa con el poder de hacerlo feliz y a quien le había depositado su destino entre las manos.
La muchacha conmovida dejó asomar unas lágrimas y sintió un poco de culpa al ver aquel hombre tan enamorado. Él supo que su discurso había funcionado, sólo era cuestión de segundos para que ella le brindara el anhelado beso y ocurrió…
Un escandaloso automóvil hizo que Miguel regresara a la realidad. Llevaba ya mucho tiempo en esa esquina. Contempló el reloj y notó que las manecillas habían avanzado más de hora, durante su espera. Sus piernas comenzaban a entumirse.
Resignado caminó un par de cuadras y tomó un taxi.
Cuando entró a su casa, observó la mesa puesta del comedor, sobre la cual estaba un jarrón con flores frescas y una tarjeta en la que se leía “Te amo”. Sin prisa, subió las escaleras que conducían a la recámara, donde reposaba sobre la cama su esposa ya dormida.
Miguel se sintió lleno de culpa. Enternecido se acercó a su mujer para besarla en la mejilla. Ella despertó y soñolienta, alcanzó a advertir que él le acercaba una bolsa de cartón de la que sacó el osito de peluche.
“¡Ay, Miguel!, pareces un adolescente, me quedé dormida sin esperarte, pensando que entre nosotros festejar el Día de San Valentín, ya no pasaría”, exclamó ella mientras, entre la penumbra, intentaba reconocer la cara de su marido; éste intentaba sonreír, pero sólo lograba una mueca burda, que a ella poco importó pues acercó su rostro para besarlo.
Miguel sentía el beso de su esposa, mientras imaginaba que eran los labios suaves de la chica que horas antes lo había dejado plantado.
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