lunes, 11 de mayo de 2009

Té para tres. Por Laura Haddad




Miguel despertó esa mañana y realizó su rutina diaria como un día cualquiera. Pero aquél no era uno así, sino 14 de Febrero, y mientras entre esos cuatro muros ocurrían cosas cotidianas entre él y su compañera de alcoba, afuera -por las calles-, se notaba el desfilar de seres que portaban cajas de chocolates, racimos de flores, muñecos de peluches, globos y demás fetiches que simbolizan al órgano vital humano, al cual se le ha hecho responsable del sentimiento amoroso.

En la pantalla del televisor el payaso comentador de noticias matutinas se burlaba de la ridícula costumbre de celebrar el amor de una manera tan burdamente mercantil. Miguel asentaba con la cabeza a todos los comentarios salidos de la boca del conductor, en señal de aprobación. Fue entonces cuando súbitamente recordó el compromiso asumido días antes con aquella muchacha, que había conocido un par de meses antes.

Por una broma del destino, la chica y él habían comenzado a trabar una aparente e inocente amistad, que él pensaba culminar en la cama de un motel, en un futuro próximo.

Ella había llegado a su vida sin aviso, justo cuando él se matizaba de monotonía y gris, bajo el cobijo de una relación que no aspiraba más que a la comodidad de la compañía mutua.

A Miguel, la joven le parecía diferente a, e igual que, todas las mujeres de su vida. La chica, por su parte, jugueteaba con él como lo hacía con otros, más jóvenes y por ello, también menos deseables en sus fantasías de veinteañera.

Para celebrar el “Día de los Enamorados”, ambos acordaron intercambiar regalos como un par de románticos cursis, siguiendo las reglas dictadas por los spots comerciales, que cada año invitan a demostrar el afecto con la compra de regalos inútiles y ostentosos.

Pero en este momento Miguel tenía que darse prisa: se aproximaba la hora de llegar a trabajar y aún no adquiría lo que su reciente conquista había pedido para la ocasión, y que abriría la puerta formada por sus labios y piernas. Como una chiquilla, la chica deseaba un osito de peluche y mientras él lo compraba, adivinó el ridículo que estaba a punto de hacer al llegar a la oficina con el regalo revestido de papel china rojo, metido en una bolsa de cartón. Cuando finalmente llegó, creyó escuchar los comentarios burlones de sus compañeros de trabajo, quienes lo tildaban de un tipo aislado y ácido en su trato.

Alguien lo cuestionó sobre la bolsa de regalo con malicia. Miguel contestó alardeando que era un obsequio para una chava que quería con él, pero la verdad era otra: era él quien deseaba a la joven como no a otra mujer y esperaba que con el gesto, finalmente ella se dejara seducir.

Después de concluir su jornada laboral, la hora de la cita estaba próxima y con prisa se encaminó hacia el lugar convenido. Hubo primero que mentirle a la mujer madura que se quedó en casa esperándolo junto a la cena, flores y velas puestas sobre la mesa del comedor, pretensión inútil por reencender una pasión perdida.

Él llegó temprano a la cita. Ansioso esperaba mirar, de un momento a otro, la sonrisa que tan entusiasmado lo tenía durante las últimas semanas de su aburrida vida. Pero era un maestro del disimulo y los demás sólo observaban a un hombre cincuentón portando una bolsa con dos corazones dibujados y un gran moño rojo, que estaba a la espera y detenía su mirada en cada muchacha que pasaba frente a sus ojos…

Ella llegó. Entre sus ropas portaba el regalo prometido. Se trataba de un amuleto. Después de las rigurosas cortesías, se dirigieron a una cafetería cercana donde él comenzó el juego del cortejo. Luego, los dos caminaron sin rumbo para detenerse en un parque poco concurrido. Miguel entregó a la chica el osito de peluche y ella el amuleto.

Sorprendido, Miguel preguntó el por qué del talismán obsequiado: “espero ayude a quitar la tristeza de tus ojos”, respondió la joven.

Embustero, mejor respuesta no pudo tener. Aprovechó la conmiseración de su acompañante para armar la mejor treta. Relató una historia falsa. Se describió como un solitario y desdichado por serlo, cuya única felicidad la había encontrado en ella. La volvió una Diosa con el poder de hacerlo feliz y a quien le había depositado su destino entre las manos.

La muchacha conmovida dejó asomar unas lágrimas y sintió un poco de culpa al ver aquel hombre tan enamorado. Él supo que su discurso había funcionado, sólo era cuestión de segundos para que ella le brindara el anhelado beso y ocurrió…

Un escandaloso automóvil hizo que Miguel regresara a la realidad. Llevaba ya mucho tiempo en esa esquina. Contempló el reloj y notó que las manecillas habían avanzado más de hora, durante su espera. Sus piernas comenzaban a entumirse.

Resignado caminó un par de cuadras y tomó un taxi.

Cuando entró a su casa, observó la mesa puesta del comedor, sobre la cual estaba un jarrón con flores frescas y una tarjeta en la que se leía “Te amo”. Sin prisa, subió las escaleras que conducían a la recámara, donde reposaba sobre la cama su esposa ya dormida.

Miguel se sintió lleno de culpa. Enternecido se acercó a su mujer para besarla en la mejilla. Ella despertó y soñolienta, alcanzó a advertir que él le acercaba una bolsa de cartón de la que sacó el osito de peluche.

“¡Ay, Miguel!, pareces un adolescente, me quedé dormida sin esperarte, pensando que entre nosotros festejar el Día de San Valentín, ya no pasaría”, exclamó ella mientras, entre la penumbra, intentaba reconocer la cara de su marido; éste intentaba sonreír, pero sólo lograba una mueca burda, que a ella poco importó pues acercó su rostro para besarlo.

Miguel sentía el beso de su esposa, mientras imaginaba que eran los labios suaves de la chica que horas antes lo había dejado plantado.

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